En estos
días y como parte de las actividades tendientes a conmemorar el Tricentenario
de Quillota, el escultor Ángel Araya Jorquera
está realizando la reposición del conjunto escultórico “Árbol Caído y Ronda de Niños”, obra de la artista Lidia Pezoa Carvajal.
La autora,
oriunda de Viña del Mar, residente por muchos años en Pucón y actualmente avecindada
en nuestra ciudad, plasmó su impronta creativa, tallando durante 16 meses los
restos de un ciprés centenario y un chirimoyo que fueron víctimas de un
temporal que asoló la zona en el año 1979. En las raíces emergen los rostros de
los anónimos pobladores originarios y en sus costados dos escenas: la Agricultura,
vocación del Valle; y el Motín de Vidaurre, hecho histórico del que el ciprés fue
silente testigo. La obra, inaugurada el 11 de noviembre de 1980, con el paso de los años, se ha convertido la
imagen icónica de Quillota y postal obligada de sus visitantes.
Por su
parte, conocimos al poeta, ensayista, dramaturgo, investigador, dibujante,
antólogo porteño Alfonso Larrahona Kästen
(Valparaíso,1931) cuando ganó el Primer
Concurso Literario Regional (1984) organizado por el Círculo Literario “Quillota” y leyó, en el Auditorio Municipal, su
hermoso poema “Hay un sol vegetal en una
plaza”, dedicado a la obra de Lidia Pezoa, el que transcribimos después de estas líneas. Larrahona era amigo del grupo literario,
especialmente de las poetas Lucía Lezaeta Mannarrelli, Marta Morales Álvarez y
Dina Ampuero Gallardo.
Nuestro
autor es Profesor Emérito de la Universidad de Chile, Premio Municipal de
Literatura Valparaíso (1989) y Miembro Honorario de la Sociedad de escritores
de Valparaíso (SEV) de la cual, en 1954, fue cofundador y después su Presidente
por varios períodos. Sus poemarios
publicados superan la treintena y ha editado veintisiete antologías, tales
como: “El soneto en Valparaíso” (1999) y “La mujer en la poesía de Valparaíso”
(2004).
A su obra “Cien leyendas de Valparaíso” (1986)
le dedicamos un artículo en nuestro libro (1989).
Hay
un sol vegetal en una plaza
Primero fue la semilla, breve como una lágrima,
como lágrima pura echó raíz y pudo
elevarse primero como un ser que despierta
de largos devaneos,
de sueños que forjara con pasión,
con deseos de ser una atalaya en la brisa.
Después, cuando la lluvia y el sol la alimentaron,
levantó sus mil brazos a un cielo que se abría
para acunar sus nidos
y fue árbol exhalando fragancias, trinos tantos
que fue nube canora y, en las noches, fue astro.
Y así creció por años enmedio de la plaza.
Historias y armonías presenció y se tejían
promesas y
pasiones al pie de su ramaje.
Cuando todo decía que era una torre el árbol,
que era un brazo imbatible izado en la tormenta;
cuando lunas y lunas permaneció en vigilia,
florecido de trinos y vestido de pájaros,
por sobre los torreones, guiando a las campanas;
cuando escuchó asustado sus primeras “victorias”
con su carga de siglos, de sol engalanado:
cuando pesadas aves metálicas surcaron
el nuberío atónito, la ventisca, la tarde…
y los ángeles todos ocuparon sus ramas,
asustados y alertas, presintiendo el derrumbe,
vino otra vez el viento con su guadaña altiva,
filuda como un rayo y lo abatió cantando.
En medio de la plaza su vegetal himnario,
cayó como terminan los barcos encallados.
Su velamen mecido cien años por la brisa
se detuvo de pronto, y el mástil que lo erguía
cerca ya de la nubes se abatió para siempre.
Sobre la plaza, quieto, se fue perdiendo lento
el verde de sus ramas que huía día a día…
El pueblo vino, entonces, a presenciar la huída
de la pléyade de ángeles que anidaba en sus ramas.
Pero no
hallaron nada; ni un ángel moribundo,
ni un lucero quebrado como perdido espejo,
ni una enredada nube desangrándose lenta,
ni un pájaro abrazado a la cruz de su canto,
ni un nido, ni uno sólo, solamente la muerte
circulando callada por sus ocultas venas,
perdida en laberínticas callejas interiores.
Entonces las raíces desplegaron sus manos,
un cálido abanico de rayos alcanzando
la dimensión de un astro,
de un sueño inmensamente buscado,
transformando sus llamas en raíces,
un sol, un sol donde pudieran
aún morar las aves y florecer en cantos;
un sol donde los ángeles asomaran sus rostros,
sus alas musicales, sus tenues vestimentas.
Así se fue gestando este sol de raíces,
cuando pasó la artista que modeló su sueño
y le ayudó a los seres que moraban el árbol
a encender sus ventanas,
a iluminar la última palabra del doliente,
del abatido tronco donde murió la muerte,
donde la vida misma se alzó en un nuevo grito
y fue un grandioso SOL VEGETAL EN LA PLAZA,
una historia celeste, palpable, victoriosa,
plena de la luz, onírica, resuelta como un canto,
como un símbolo inmenso de una ciudad que vibra
en el alma y la sangre de su rabioso pueblo.
Y en medio de la plaza esplenderá por siempre
ese sol vegetal que nos está esperando.