Alberto
Rojas Jiménez (1901-1934), poeta,
cronista y artista plástico.
“Mi primera infancia
transcurrió en un pueblo polvoriento del valle central. Este pueblo era
Quillota. Pueblo de casas blancas como quesos de cabra. De huertos verdes y sonoros
como las islas del trópico, y de campanarios católicos que en los crepúsculos quillotanos
apresuraban la caída de la noche.
Mis primeros recuerdos de
Quillota son imprecisos como las primeras estrellas de la tarde o los primeros
besos de la adolescencia.
Mis recuerdos posteriores
acumulan imágenes que forman ese libro maravilloso de la niñez, libro de
estampas que el tiempo ilumina con prodigio y que con un profundo y melancólico
regocijo hojeamos pasados los treinta años.
Quillota. Allí fue
asesinado mi padre y allí mis manos rompieron las primeras flores que todo niño
rompe en al año triste en que la muerte entra en su conciencia con tremendo espanto.
Quillota... Allí, a los
cinco años, aprendí a leer en los títulos de El Mercurio y El Chileno de
Valparaíso. Y allí también me colocaron las primeras alas de ángel, alas de
papel dorado que luego he perdido, y que me sirvieron entonces para subir sobre
las andas de la procesión del Pelícano.
La procesión del Pelícano,
en Quillota, dejó tan profunda huella en mi memoria, que ni la Semana Santa de
Sevilla con sus tétricos encapuchados ni la Pasión de Oberammergau, en
Alemania, han logrado desvanecer.
Quillota, en vísperas de
la procesión famosa, se transformaba. Acudían visitantes de todo el centro de
la República. Los hoteles no bastaban para albergar a la caravana de curiosos y
éstos eran alojados en las casas particulares y hasta en los conventos del
pueblo.
Quillota, que en los demás
días del año tenía un aspecto somnolente de villorrio árabe, cobraba en la
Semana Santa un aire de fiesta y jolgorio.
Llegaba el Jueves Santo y
al caer la tarde las andas simbólicas salían del convento de Santo Domingo en
hombros de gentes piadosas e infatigables. Dos, tres horas tardaba el cortejo
en recorrer las cortas calles del pueblo. En cada esquina se detenían, y del
interior de las casas, las voces de las niñas y de las señoras de Quillota
saludaban su paso con cánticos religiosos de indescriptible melancolía.
La romería, en la noche, con
sus antorchas encendidas, el estallido de los petardos, el tañer de las
campanas y el aspecto fantástico de los “cucuruchos” vestidos de negros sayales
y puntiagudos del Pelícano. Era un enorme pájaro de madera recubierto de
espejuelos, cuyo cuello se doblaba sobre el pecho herido por su propio pico, de
donde manaba una sangre que la leyenda popular adornaba de esotéricas virtudes.
El terremoto de 1906
destruyó todos los elementos de aquella popular mitología, sepultando las andas
preciosas bajo los escombros del viejo convento.
Hay un cerro en Quillota,
el Macaya, en cuya cima se conserva todavía una enorme cruz. En el mes de mayo
se celebraba allí una extraordinaria ceremonia: el “baile de los chinos”. Yo nunca
he podido saber de dónde salían estos chinos ni lo que significaba el rito que
oficiaban. Los “chinos” eran hombres ataviados de rarísimas vestimentas, con polleras
de colores y unos sombreros altos e inverosímiles con espejos y campanillas.
Estos hombres bailaban en torno a la Cruz una danza salvaje que duraba tres
días y tres noches.
Se acompañaban con unas
flautas de caña cuyo sonido lúgubre y monótono recordaba el sonido de la
“quena”, instrumento que tocan los indios de las sierras, en el Perú. La danza tenía
mucho de báquica. El aguardiente y los gritos guturales de los danzarinos no
conocían límites. Después de tres días, los “chinos” caían por tierra, víctimas
de su paroxismo y de su borrachera sideral.
Sería curioso averiguar de
dónde provenía esta Ceremonia. Cultos populares que ningún texto de folklore
anota en sus páginas.
Esta tradición quillotana
se ha perdido. Actualmente el pueblo duerme todo el año Ese sueño letárgico de
la mayoría de los pueblos chilenos. Estoy seguro de que en las fiestas patrias
de ahora, las astas de Quillota ya no ostentan aquellas enormes banderas que yo
conocí en las fiestas patrias de mi infancia. Todos los quillotanos rivalizaban
entonces en el tamaño de sus banderas. Las había riquísimas, de seda, de
colores inimitables. La bandera de mi casa medía quince metros. Nunca vi más
tarde un blanco de seda más blanco, ni un escarlata más escarlata, ni un azul
más conmovedor. ¡Y la estrella de la bandera de mi casa! Para mí, ha sido y es
todavía la única estrella solitaria de Chile...”
NE: Extracto de “La
Procesión del Pelícano en Quillota” publicado en La Nación, Santiago, 10 de junio
de 1934, pág. 4. Antologado por Oreste Plath, Juan Camilo Lorca y Pedro Pablo
Zegers. Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 1994.