John Ruskin (Waddy, 1872)
“Todo espíritu debidamente constituido debe alegrarse no tanto de saber algo con claridad, como de sentir que hay infinitas cosas que no puede saber”
La galería mantenía las pinturas gigantescas pendiendo de hilos invisibles. Los cuadros flotaban por todo el recinto, bajo una cúpula de mármol que, distante como el cielo me enseñaba la arquitectura romántica.
Tal vez cuando dibujé al dragón Fafner (en las ilustraciones que me encargaron para la leyenda de Sigfrido) pensaba en el viejo profesor de química, no lo sé, sólo que al trazar con la pluma ciertos rasgos de la criatura pensé en él…, no, no fueron líneas de intencionado rencor, fueron líneas de un enigmático tormento que en el viejo profesor se marcaban en todo su rostro, en sus manos, en su caminar, en su voz…
En el espejo de la medusa se desprendieron las alas de la luciérnaga…
Aquella tarde vagaba entre las columnas del museo, en semipenumbras, las luces rojas y nacaradas iban deslizándose con prisa, tiñendo una atmósfera irreal que realzaba y daba su justo sentido a las obras de arte “oníricas”. Me asomé a la bóveda central, dejé el refugio de las sombras que me ofrecían los fríos pilares, y me aventuré a ver de cerca lo que había pintado, los trabajos que finalmente cumplían con mis anhelos de espectro, me sentía a gusto contemplando las figuras de las telas, lamidas por las nieblas del crepúsculo, aquellos fantasmas y demonios de alas membranosas convocaban paisajes de lirismo embrujado, los sentidos se afinaban ante la belleza del artístico devaneo de pesadilla gozosa. De improviso se quebró el hechizo, mi oído captó los golpes que terminaron de trizar el fino cristal de mi soledad, resonaron en la estancia los cansados pasos sobre las losas cortadas. La figura encorvada se acercó lentamente embozada en su raída capa negra, se detuvo bajo la caída de un rayo de luna, entonces, descubriéndose el sombrero y levantando en alto el bastón, en cuyo mango reconocí la talla, su voz articuló mi nombre con la antigüedad de las cariátides centrales de la bóveda. Su anciana voz criticó con furia el resultado de mis trabajos, el viejo profesor se enfrentaba en ellas con su propio destino, nada podía hacerse, nada podría evitar que su alumno llevara a cabo el desenmascaramiento de su fórmula, la llave para abrir las puertas de la inteligencia humana hacia el universo de terrores que nos gobierna… Él habría desarrollado la droga, su química algún día habría de alterar el cosmos de los terrestres, y yo acababa de plasmar la llave en los lienzos, y era real, tanto que él había venido en un último intento a suplicarme que lo destruyera todo, antes de que fuera demasiado tarde, antes de que el mundo entendiese, antes de que amaneciese y se abriera la exposición y las gentes comprendiesen el por qué de… “mi romance con la muerte”.