viernes, 30 de diciembre de 2022

Rojas Jiménez: tradiciones quillotanas

 


Alberto Rojas Jiménez (1901-1934), poeta,  cronista y  artista plástico.

 

“Mi primera infancia transcurrió en un pueblo polvoriento del valle central. Este pueblo era Quillota. Pueblo de casas blancas como quesos de cabra. De huertos verdes y sonoros como las islas del trópico, y de campanarios católicos que en los crepúsculos quillotanos apresuraban la caída de la noche.

Mis primeros recuerdos de Quillota son imprecisos como las primeras estrellas de la tarde o los primeros besos de la adolescencia.

Mis recuerdos posteriores acumulan imágenes que forman ese libro maravilloso de la niñez, libro de estampas que el tiempo ilumina con prodigio y que con un profundo y melancólico regocijo hojeamos pasados los treinta años.

Quillota. Allí fue asesinado mi padre y allí mis manos rompieron las primeras flores que todo niño rompe en al año triste en que la muerte entra en su conciencia con tremendo espanto.

Quillota... Allí, a los cinco años, aprendí a leer en los títulos de El Mercurio y El Chileno de Valparaíso. Y allí también me colocaron las primeras alas de ángel, alas de papel dorado que luego he perdido, y que me sirvieron entonces para subir sobre las andas de la procesión del Pelícano.

La procesión del Pelícano, en Quillota, dejó tan profunda huella en mi memoria, que ni la Semana Santa de Sevilla con sus tétricos encapuchados ni la Pasión de Oberammergau, en Alemania, han logrado desvanecer.

Quillota, en vísperas de la procesión famosa, se transformaba. Acudían visitantes de todo el centro de la República. Los hoteles no bastaban para albergar a la caravana de curiosos y éstos eran alojados en las casas particulares y hasta en los conventos del pueblo.

Quillota, que en los demás días del año tenía un aspecto somnolente de villorrio árabe, cobraba en la Semana Santa un aire de fiesta y jolgorio.

Llegaba el Jueves Santo y al caer la tarde las andas simbólicas salían del convento de Santo Domingo en hombros de gentes piadosas e infatigables. Dos, tres horas tardaba el cortejo en recorrer las cortas calles del pueblo. En cada esquina se detenían, y del interior de las casas, las voces de las niñas y de las señoras de Quillota saludaban su paso con cánticos religiosos de indescriptible melancolía.

La romería, en la noche, con sus antorchas encendidas, el estallido de los petardos, el tañer de las campanas y el aspecto fantástico de los “cucuruchos” vestidos de negros sayales y puntiagudos del Pelícano. Era un enorme pájaro de madera recubierto de espejuelos, cuyo cuello se doblaba sobre el pecho herido por su propio pico, de donde manaba una sangre que la leyenda popular adornaba de esotéricas virtudes.

El terremoto de 1906 destruyó todos los elementos de aquella popular mitología, sepultando las andas preciosas bajo los escombros del viejo convento.

Hay un cerro en Quillota, el Macaya, en cuya cima se conserva todavía una enorme cruz. En el mes de mayo se celebraba allí una extraordinaria ceremonia: el “baile de los chinos”. Yo nunca he podido saber de dónde salían estos chinos ni lo que significaba el rito que oficiaban. Los “chinos” eran hombres ataviados de rarísimas vestimentas, con polleras de colores y unos sombreros altos e inverosímiles con espejos y campanillas. Estos hombres bailaban en torno a la Cruz una danza salvaje que duraba tres días y tres noches.

Se acompañaban con unas flautas de caña cuyo sonido lúgubre y monótono recordaba el sonido de la “quena”, instrumento que tocan los indios de las sierras, en el Perú. La danza tenía mucho de báquica. El aguardiente y los gritos guturales de los danzarinos no conocían límites. Después de tres días, los “chinos” caían por tierra, víctimas de su paroxismo y de su borrachera sideral.

Sería curioso averiguar de dónde provenía esta Ceremonia. Cultos populares que ningún texto de folklore anota en sus páginas.

Esta tradición quillotana se ha perdido. Actualmente el pueblo duerme todo el año Ese sueño letárgico de la mayoría de los pueblos chilenos. Estoy seguro de que en las fiestas patrias de ahora, las astas de Quillota ya no ostentan aquellas enormes banderas que yo conocí en las fiestas patrias de mi infancia. Todos los quillotanos rivalizaban entonces en el tamaño de sus banderas. Las había riquísimas, de seda, de colores inimitables. La bandera de mi casa medía quince metros. Nunca vi más tarde un blanco de seda más blanco, ni un escarlata más escarlata, ni un azul más conmovedor. ¡Y la estrella de la bandera de mi casa! Para mí, ha sido y es todavía la única estrella solitaria de Chile...”

 

NE: Extracto de “La Procesión del Pelícano en Quillota” publicado en La Nación, Santiago, 10 de junio de 1934, pág. 4. Antologado por Oreste Plath, Juan Camilo Lorca y Pedro Pablo Zegers. Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 1994.