Pintura al óleo
Juan Carlos Lara
De nuestro archivo.
Nunca
le gustó el café de higos que el abuelo le daba en las mañanas. Menos,
la mazamorra de jurel con fideos que día a día comían allí, en la Piedra
del Molino del cerro La Campanita. No
estaba triste. Se acordaba de cuando su
finada mamita, allá en Boco, lo mandaba a buscar los huevos y después le freía
uno.
Por
años y años, un viejo y un niñito moreno bajaron del cerro, en burros, con unas
cargas de leña y carbón. Yo los veía venir
por el camino de El Rodadero y perderse por el de Pueblo Indios hacia
Quillota. Me causaban una gran
impresión: era una visión tan primitiva, de mucha pobreza y fragilidad.
Pero
esa mañana, Felipe no estaba triste. El
abuelo le había dicho que ese día era muy bonito en el pueblo; que encendían
lucecitas y en las tiendas ponían unos arbolitos con adornos. También le dijo que se lavara las patitas.
Ya
tenían la carga lista. Esta vez no sólo
era de carbón; también llevaban perdices, chagual, un par de conejos
despellejados, una jaulita con yales y un atadito de azulinos. “Son para hacer regalos, m’hijito”, dijo el
viejo.
Como
el día sería largo, la mazamorra con fideos la comieron en la mañana. Felipe
hacía arcadas, con los ojos llenos de lágrimas.
No podía tragar. “Mire hijo”,
dijo el viejo, “si vendemos toda la carga voy a llevarlo a un bonito negocio y
allí usted se va a servir lo que quiera”.
Montaron y partieron.
Los
saludé con la mano cuando cruzaron frente al Huerto California. Algo pasaba ese día. La gente los miraba sonriendo cuando
comenzaron a repartir leña por los negocios de siempre. Enmudeció Felipe cuando vio que dentro de la
vitrina del Almacén El Ferrocarril (en
Merced con Prat) había un señor vestido de rojo, con barbas blancas. Era más gordo que su abuelo y por una cosa
como embudo decía “Jo, jo, jo”. En la
joyería Karmy se entretuvo mirando unos relojes que estaban tapados por unas
bolitas blancas.
Estaba
rara la ciudad. Le dio un poco de susto,
porque en la fiambrería Zabel tenían un cerdito con un gorro rojo y una
zanahoria en el hocico. Y le vino el
hambre. Las últimas leñas las dejaron en
el Bar San Luis y la tienda La Purísima.
Eran
las seis de la tarde y quería comer, pero no cualquier cosa. Por eso sintió asco cuando recordó el resto
de jurel con fideos que en el cerro quedó en la olla. El viejo le ordenó esperarlo en la plaza,
iría al Bajío a dejar los burros y a retirar una ropita que le tenían.
Mientras
tanto, hasta la noche, se quedó mirando a unos niños que corrían con una pelota
de goma con estrellitas. De repente
recordó esa vez que con su mamá jugaban a la gallinita ciega. Tenía tanta hambre cuando llegó su abuelo,
pero igual se asustó cuando lo llevó hasta el negocio al frente de la
plaza. El viejo tuvo que tomarlo de la
mano para que entrara al Negro Bueno.
“Siéntese bien, pues”, le dijo. Y
el niño se quedó tieso, aterrorizado cuando hacia ellos avanzó ese señor de
pantalón negro y chaqueta blanca.
El
viejo pidió una cazuela para él. Felipe
estaba rígido. Volvió a asustarse cuando
el garzón se acercó preguntándole: “¿Y qué se va a servir el joven?”. “Un huevito frito, señor, por favor”, le
dijo. Y rompió a llorar.
Dedicado a Gregorio Berchenko.
Fuente diario “El Observador”