sábado, 6 de julio de 2019

Cena Navideña, un relato de Gustavo Boldrini




Pintura al óleo
 Juan Carlos Lara



De nuestro archivo.

Nunca le gustó el café de higos que el abuelo le daba en las mañanas.  Menos,  la mazamorra de jurel con fideos que día a día comían allí, en la Piedra del Molino del cerro La Campanita.  No estaba triste.  Se acordaba de cuando su finada mamita, allá en Boco, lo mandaba a buscar los huevos y después le freía uno.

Por años y años, un viejo y un niñito moreno bajaron del cerro, en burros, con unas cargas de leña y carbón.  Yo los veía venir por el camino de El Rodadero y perderse por el de Pueblo Indios hacia Quillota.  Me causaban una gran impresión: era una visión tan primitiva, de mucha pobreza y fragilidad.

Pero esa mañana, Felipe no estaba triste.  El abuelo le había dicho que ese día era muy bonito en el pueblo; que encendían lucecitas y en las tiendas ponían unos arbolitos con adornos.  También le dijo que se lavara las patitas.

Ya tenían la carga lista.  Esta vez no sólo era de carbón; también llevaban perdices, chagual, un par de conejos despellejados, una jaulita con yales y un atadito de azulinos.  “Son para hacer regalos, m’hijito”, dijo el viejo.

Como el día sería largo, la mazamorra con fideos la comieron en la mañana. Felipe hacía arcadas, con los ojos llenos de lágrimas.  No podía tragar.  “Mire hijo”, dijo el viejo, “si vendemos toda la carga voy a llevarlo a un bonito negocio y allí usted se va a servir lo que quiera”.  Montaron y partieron.

Los saludé con la mano cuando cruzaron frente al Huerto California.  Algo pasaba ese día.  La gente los miraba sonriendo cuando comenzaron a repartir leña por los negocios de siempre.  Enmudeció Felipe cuando vio que dentro de la vitrina del Almacén El Ferrocarril  (en Merced con Prat) había un señor vestido de rojo, con barbas blancas.  Era más gordo que su abuelo y por una cosa como embudo decía “Jo, jo, jo”.  En la joyería Karmy se entretuvo mirando unos relojes que estaban tapados por unas bolitas blancas.

Estaba rara la ciudad.  Le dio un poco de susto, porque en la fiambrería Zabel tenían un cerdito con un gorro rojo y una zanahoria en el hocico.  Y le vino el hambre.  Las últimas leñas las dejaron en el Bar San Luis y la tienda La Purísima.

Eran las seis de la tarde y quería comer, pero no cualquier cosa.  Por eso sintió asco cuando recordó el resto de jurel con fideos que en el cerro quedó en la olla.  El viejo le ordenó esperarlo en la plaza, iría al Bajío a dejar los burros y a retirar una ropita que le tenían.

Mientras tanto, hasta la noche, se quedó mirando a unos niños que corrían con una pelota de goma con estrellitas.  De repente recordó esa vez que con su mamá jugaban a la gallinita ciega.  Tenía tanta hambre cuando llegó su abuelo, pero igual se asustó cuando lo llevó hasta el negocio al frente de la plaza.  El viejo tuvo que tomarlo de la mano para que entrara al Negro Bueno.  “Siéntese bien, pues”, le dijo.  Y el niño se quedó tieso, aterrorizado cuando hacia ellos avanzó ese señor de pantalón negro y chaqueta blanca.

El viejo pidió una cazuela para él.  Felipe estaba rígido.  Volvió a asustarse cuando el garzón se acercó preguntándole: “¿Y qué se va a servir el joven?”.  “Un huevito frito, señor, por favor”, le dijo. Y rompió a llorar.





Dedicado a Gregorio Berchenko.
Fuente diario “El Observador”