lunes, 10 de abril de 2023

Procesión del Pelícano año 1906




Sucesos” fue una publicación  fundada en 1902 en la ciudad de Valparaíso por los hermanos Gustavo y Alberto Helfmann. El semanario ilustrado,  destinado a divulgar los acontecimientos de la actualidad noticiosa, nacional y extranjera, y crónicas junto a caricaturas y fotografías instantáneas, circuló hasta 1932.

Gracias a la digitalización realizada por la Biblioteca Nacional de Chile podemos compartir texto y gráficas contenidas en la edición correspondiente al 20 de abril de 1906, breve pero significativo último registro de la Procesión del Pelícano, antes que el terremoto del 16 de agosto de ese mismo año destruyera la mítica figura y el conjunto de andas que se guardaban en la Iglesia San Agustín (ubicada donde hoy está el Instituto Rafael Ariztía) poniendo fin a los más de 130 años de la célebre tradición religiosa popular quillotana.

 


La ciudad de Quillota, la aconcagüina por excelencia, ha celebrado también con toda solemnidad las festividades de Semana Santa.

La inmemorial Procesión del Pelícano ha sido, sin duda, el acto que ha revestido mayores proporciones.

Quillota, durante los días de Semana Santa, toma un aspecto especialísimo.

Se hace estrecha para contener la afluencia de gente que va desde Valparaíso y los pueblos vecinos, con casi el objeto único de presenciar la Procesión del Pelícano, célebre ya en la historia, desde la época de Felipe IV.


Esperando la salida de la procesión en San Agustín

Las casas de pensión, los hoteles, etc., no pueden, en esos días, con tanta gente, las que pagan muchas veces hasta aquello que no tienen por darse el placer de ver el Pelícano.

Después de efectuar en las distintas iglesias las ceremonias de costumbre en estos días, el Viernes por la tarde se organizó la procesión que debía salir de la iglesia de San Agustín a las 6.




El orden que tomó ésta fue el siguiente:

1° La Oración del Huerto, 2° Los Azotes, 3° N. S. Rey de Burlas, 4° La Cruz a Cuestas, 5° El Calvario, 6° El Descendimiento, 7° El Sepulcro y el Pelícano que lleva en el dorso el cuerpo de Jesús muerto, y 8° La Soledad, la Virgen Dolorosa, rodeada de niñitas vestidas de ángeles llevando las insignias de la Pasión.

La procesión recorrió un trayecto que formó, según las calles que atravesó, un número 8, es decir, siguió los costados Poniente, Sur y Oriente de la Plaza, embocó en la calle de Maipú y recorrió la manzana situada entre esta calle y las de Freire, Chacabuco y O'Higgins, volviendo al punto de partida por el costado Norte de la Plaza.

Desde los primeros momentos en que las campanas anunciaron la salida de las andas, se notó en los miles de espectadores un movimiento espontáneo, a fin de asegurar sus lugares y poder presenciar o seguir tras la procesión. El Pelícano, el anda principal, fue este año adornado con todo gusto, lo que le daba un aspecto muy distinto al de años anteriores. Las demás andas también se ostentaban hermosas. La procesión se efectuó felizmente, sin que ocurriera el menor contratiempo.




Como acontece siempre, el servicio de trenes en que efectuaron su regreso los que asistieron a la Procesión del Pelícano fue detestable.

Varios inconvenientes, mal estado del equipo, falta de carros, atraso en las horas de llegada y partida, etc.

Es de hacer notar esto, como una prueba del mal servicio, que el tren expreso que debe pasar según itinerario a las 9.40 por Quillota, lo hizo a las 10.30; tomó allí una enorme cantidad de gente, sufrió varios accidentes antes de llegar a San Pedro, y llegó a este puerto, a la estación del Barón, a las 2.30 de la mañana”.

 


viernes, 7 de abril de 2023

Semana Santa, Quillota 1850: Viernes Santo



El anda del Pelícano de Quillota 



Ciento setenta y tres años después de los acontecimientos vividos por este periodista y etnólogo  especializado en la Polynésie française,  publicamos la segunda parte de sus vivencias en Semana Santa en Quillota.


Las escenas del jueves por la tarde son curiosas de observar; sin embargo, no son nada en comparación con la gran ceremonia del día siguiente. La ‘Función’ –que también es la palabra utilizada para la representación teatral- la función que sucederá este día en la plaza pública, al aire libre; dura aproximadamente de cinco a diez horas desde la tarde.

Al mediodía, una multitud estaba estacionada frente a la catedral, aunque no se habían hecho preparativos para el espectáculo digno de atención. Me di cuenta, desde el día de mi llegada a Quillota, en una esquina a la izquierda de la catedral, un martirio lamentable en ladrillos, coronado por tres cruces sin Cristo ni ladrones. En la tarde del viernes la afluencia era considerable alrededor de este calvario. La multitud creció de minuto a minuto, y para que la multitud tomara paciencia, la banda de música de la guardia cívica daba la vuelta a la plaza cada media hora, tocando canciones alegres. Durante esta larga espera los monjes caminaban entre los grupos, los cigarrillos en la boca y observar el paseo de las mujeres con asombro. Por su parte, los cucuruchos continuaron sus misiones, riéndose con los que bromeaban y bromeando con las señoritas, porque la meditación era escasa para esta gente que, por una anomalía singular, podría noquear a un extraño que fuera lo suficientemente olvidadizo como para ser prudente en tal momento.

Poco antes de la apertura de la función, se trajeron las mesas. Se colocaron en un seto doble a partir de la puerta de la iglesia y se extendieron sobre el lugar. Se tomó la alineación y fueron estrenados los grandes santos, santos que había conocido el día anterior. Tenían en sus manos o sobre sus hombros uno de los instrumentos de la tortura de Cristo. En los intervalos ardían velas, de seis pies de alto, que debían encender la solemnidad. A la derecha de la entrada a la Matriz, se improvisó una especie de púlpito negro, donde subió un sacerdote, la multitud se descubre, la ceremonia comienza.

Hablando con volubilidad, gritando, gesticulando con todas sus fuerzas, pero a la sombra de la elocuencia, como también sin la menor unción, el sacerdote pronunció un discurso inagotable. Sufrimiento del Hijo de Dios. La gente estaba bajo el hechizo de esta declamación, sublime en su opinión.

En medio del sermón, el predicador se detuvo. Un mannequin, tamaño natural, articulado y manchado con tintura de color naranja, fue arrastrado sobre el calvario, luego se izó en la cruz principal, donde sus manos y sus pies fueron clavados. Un caballero de las circunstancias, trepó detrás de la cruz, enterró la corona de espinas en la cabeza del maniquí; otro, armado con una lanza, finalmente golpeó su costado, las diversas peculiaridades de la tortura se lograron como todas, retrocediendo mil ochocientos años, a la escena que había tenido lugar en Jerusalén.

No lo es una ficción, me dije a mí mismo, ¡Esta gente realmente crucifica a su Dios!

Siguiendo estos detalles, que me escandalizaron, una tropa de señoritas encaramadas en un tablado canta un Slabal con una estridencia de guitarras,  en el aire Zambacuecas y otras danzas populares de Chile. Al terminar la última nota, el predicador retomó su discurso desde la parte superior del púlpito negro y, cuando terminó, la música militar acompañó una canción interminable de hombres, aún más soporífera de lo que era triste. La descrucificción comenzó a tomar su turno. Mientras el Cristo decendía, un tambor de la guarnición hacía rodar el bombo para imitar el trueno. El maniquí, los brazos, las piernas y la cabeza replegados. En seguida se deslizó una enorme máquina blanca con forma de pelícano.

Traté de averiguar qué significaba este pelícano, tumba del Redentor, y nadie pudo decirme, ni siquiera los monjes. Los chilenos, eruditos de su país, sostuvieron que el símbolo que figuraba para este pájaro fue tomado de una ceremonia de adoración de los indios de antaño. Esta opinión es actual y carece de fundamento. Nunca los adoradores de Inti tuvieron algo de esta naturaleza en los emblemas de sus ideas religiosas. El pelícano blanco de Quillota debe ser simplemente una alegoría extraída de la fábula. Oh, una vez afirmó que este pájaro prodigaba tanto amor por sus crías al punto de romper su pecho para alimentarlos. Jesús había ofrendado su vida para salvar a los hombres, los antiguos españoles habían pensado que se lo habían imaginado maravillosamente al compararlo con este feo pájaro. El pelícano es notable sólo por su fealdad y glotonería. La fábula es verdadera, por otro lado, una analogía de este tipo no sería menos indigno de la grandeza del acto cristiano.



Quedaba por asistir a la procesión triunfal de la cruz, cierre de la jornada. La música militar comenzó con los sones de Tartares, de Lodoiska, y, los soldados que forman la línea, los fieles , cada uno con una vela encendida en su mano, desfilaron ante las imágenes de los santos. Después de estas imágenes apareció una plataforma, cargada en la espalda por dos hombres, en la cual estaba una representación mitad muerta, mitad viva. A la izquierda, portando un pesado crucifico, la mujer a quien había visto el día anterior en una iglesia representando el papel de una Magdalena, besó las rodillas del Salvador. A la derecha de la cruz, una segunda mujer de pie y vestida como un soldado judío, se apoyaba firmemente en una lanza; detrás, una virgen, con una enorme peluca que se desenrolla sobre los hombros, y aprisionada en un vestido con armazón, derramaba sus lágrimas en un pañuelo de batista adornado con encaje. Luego vinieron los monjes, luego sacerdotes que tenían en medio de ellos un personaje con frac negro, sin duda el gobernador de Quillota. La procesión fue formada por el pelícano blanco, coronado con un dosel, todo emplumado. En este dosel, cuatro niños pequeños, casi desnudos y adornados con alas blancas, inclinaron sus cuerpos, frente a ellos incensarios y besos enviados.

Ansiosos por este espectáculo, una multitud inconmensurable y compacta se unió al flujo de la procesión. Apretado por esta multitud frenética, primero temí por mi reloj; pronto tuve que temer por mí mismo. Atrapado por la multitud desbordada a pesar de mis esfuerzos de resistencia, confinado en el seto formado por los soldados. Esta situación era peligrosa. Hubiera dado mucho por estar lejos de eso, y estaba tratando de encontrar una salida a este mal paso, cuando una culata de fusil, aplicada firmemente en las piernas de un pobre demonio, inmediatamente a mi izquierda, le arrebató un horrible grito de dolor. En todos los puntos eran los mismos gritos, el mismo desorden; y la multitud, pesadamente, todavía se cernía sobre nosotros. Para repeler a la gente, los soldados utilizaban la parte masiva de su fusil y esperé con temor un golpe de culata en mi dirección. En medio de la procesión, un chileno gordo de negro,  camail bordado con oro en los hombros, me distinguió rápidamente y me hizo un gesto más imperativo que elegante. Por orden suya, los soldados abrieron un pasaje. Me metí en el espacio protegido y caminé directamente hacia el dignatario con la intención de agradecerle de salvarme del duro ataque. No tuve tiempo de hablar. Sin querer escuchar, plantó un cirio en mi mano y me invitó a comenzar a marchar.

Al menos no creas que un sentimiento caritativo había capturado a este honesto quillotano; estaba haciendo su trabajo, eso es todo. A la salida de la iglesia, una procesión chilena consiste simplemente en cruces, estandartes, santos, sacerdotes, soldados y algunos maestros de ceremonias responsables de reclutar portadores de cirios. Las mujeres no son admitidas. Desde el primer paso, los maestros de ceremonias notifican a los jinetes y les entregan una vela, y estos modelos improvisados ​​deben mostrarse halagados por la preferencia. Entonces una procesión crece de segundo a segundo. El hombre gordo me había visto vestido, me había convertido en una víctima. Habría sido protestante, un hereje como lo llaman los ingleses, habría sido judío o musulmán, nunca habría tenido que decir una palabra y renunciar, so pena de ser destrozado de inmediato por las buenas personas que recibieron culatazos de fusil.

Por lo tanto, obedecí sin respuesta, y me convertí en uno de los piadosos actores de la solemnidad. Indudablemente, Dios me habrá perdonado por las pequeñas quejas evangélicas que retumbaron dentro de mí, costando la galera maldita en la que me habían metido. Acosado por la fatiga, ya no podía pararme, y estaba condenado a seguir devotamente, mi vela en la mano, una procesión a paso de tortuga, deteniéndose en una cantidad de lugares de descanso y extendiéndose sin cesar. Gracias al cielo, el pelícano blanco regresó a la catedral. Me escapé lo más rápido posible a casa.

Tenía suficiente, demasiado de Quillota y sus fiestas. Si me habrían ofrecido la propiedad de una provincia de Chile con la condición de esperar el baile de máscaras de la noche del Sábado Santo, la última jornada de semana santa, no me hubiera quedado veinticuatro horas más en esta ciudad, donde asistí sólo a profanaciones, y donde por la noche, asaltado por legiones de seres repulsivos e inconvenientes, no podía encontrar un momento de descanso. Irrevocablemente decidí regresar a Valparaíso a la mañana siguiente, envié a mi criada a reservarme un birlocho”.


Edmond de Ginoux

Valparaíso, abril 1850


jueves, 6 de abril de 2023

Semana Santa, Quillota 1850: Jueves Santo

El cucurucho (cuadro de D. M. A. Caro) Autor:Burn Cosson Smeeton, Jules Fesquet. Año 1872. Xilografía a contrahilo. Fuente Chile Ilustrado.



Edmond Ginoux de la Coche (1811-1870), el polémico periodista y aventurero francés, nos legó en  el Feuilleton de La Presse del 24 de abril de 1852 sus desventuras en la Semana Santa en Quillota en el año de 1850. El texto, del cual compartiremos una selección, lo rescatamos de la versión digitalizada por la Bibliothèque Nationale de France.

Esta primera entrega podría subtitularse “De Templos, Cucuruchos y Flagelantes”:

La ciudad de Quillota, cuyo nombre recuerda al de la antigua tribu originaria de este territorio, es después de Santiago el establecimiento más antiguo de los españoles en Chile. Ubicado a diecisiete leguas al noroeste de Valparaíso, a treinta y seis o cuarenta de Santiago, es insignificante en sí misma; pero su campo, vasto jardín, es la providencia de Valparaíso. Este último pueblo saca de allí todas las frutas, todas las verduras necesarias para su consumo.

Durante mi primera estadía en Chile, en 1845, tuve el deseo de ver esta localidad. Me han elogiado en lo superlativo la riqueza de su vegetación y la belleza de sus mujeres. Por falta de un compañero de viaje, había renunciado a esta agotadora carrera.

Esta vez, habiendo sido ofrecida una circunstancia decisiva, me apresuré a aprovecharla, y a esta hora puedo apostar con conocimiento de la causa que un lugar querido por los niños de Valparaíso, se me reprocharía no haberlo visitado todavía.

Las celebraciones de la Semana Santa en Quillota tienen una gran reputación entre los habitantes de las provincias circundantes. Cada año, de Valparaíso y Santiago, hay una afluencia considerable. Lo más difícil es tener alojamiento y alimentación desde la mañana del Jueves Santo hasta el día después de Pascua. Por este inconveniente bastante serio, tuve que tener cuidado de adelantarme a las caravanas que se esperaban de todos lados, y lo tomé bien. A partir del martes me instalé en la ciudad, objetivo de mi dolorosa excursión, y este arreglo, inspirado en la prudencia, me permitió estudiar a esta curiosa población, primero en su vida habitual, y luego en esta inusual algarabía proporciona interesantes cosas para observar.

 El día después de mi llegada, martes y miércoles, las vacaciones de Semana Santa no habían comenzado. Quillota vivía su vida habitual. No importa cuán bien recorriera las calles, sondeando cada cuarto, en ninguna parte me encontré con la cara de un hombre o una mujer, y las ventanas, como las puertas, estaban minuciosamente cerradas.

El viajero, no iniciado en los secretos de toda esta existencia interior, y que no se encuentra en ningún otro lugar en este grado excepcional, estaría muy equivocado si quisiera creer que su caminar por las calles está abandonado con sólo a Dios como testigo, porque muchos ojos negros, indiscretamente escondidos detrás de las rejas de las ventanas históricas, observan con interés sus intenciones y sus gestos.

La Calle Larga es, con mucho, la más traicionera a este respecto. Es la vía  por donde los ‘arieros’ conducen, al lomo de mulas, al puerto de Valparaíso, los productos de las minas de Aconcagua; el movimiento causado por el paso de bestias cargadas con cobre y plata es una vista atractiva para los quillotanos y les gusta observarlas a través de los estrechos visillos de las ventanas.

El Jueves Santo, cuando me desperté, vi a los prisioneros, encadenados por los pies y conducidos por soldados para trabajar en la limpieza de la calle en la que vivía, vigilados en las esquinas por los piquetes estacionados de la guardia cívica. Estos fueron los preludios de las celebraciones de la Semana Santa. Mi calle compartía, con solo dos o tres personas más, el extraordinario favor de ser barrida, porque tenía que dar paso a la población, agrupada por categorías, para su visita a los sepulcros. Las instrucciones de la estaca de la guardia cívica prohibieron en el interior de la ciudad cualquier circulación en coche a caballo, desde la mañana del jueves hasta el sábado a las diez en punto. Por orden de precedencia, las tiendas en Chile deben estar cerradas hasta el martes de Pascua; pero como no hay ninguna en Quillota, el comercio no debe haber sufrido esta rigurosa medida para los comerciantes de Valparaíso.

El mismo día, al caer la noche, mi vecindario de repente se animó, pero de una animación lúgubre. Primero, bandas de soldados, oficiales a la cabeza, con el gorro de policía bajo los brazos, pasaron y murmuraron las respuestas a las oraciones que el director de los oficiales recitó en voz alta. Después de ellos, tropas de mujeres, negras de la cabeza a los pies, grupos de hombres con sombreros, manos y más mujeres y hombres, hasta que toda la ciudad había pasado por allí. Estas compañías, más o menos numerosas, se cruzaron ante mis ojos con paso lento, murmurando las mismas oraciones en un tono que tenía algo siniestro. Fueron de iglesia en iglesia arrodillándose y rezando.

Impulsado por este movimiento, seguí a la multitud, y posé ante cada altar. Comencé mi recorrido por el Convento de San Agustín, la iglesia, que no tiene más que tierra desnuda en sus adoquines y cuyas paredes nunca han sido encaladas, había sido adornada lo mejor posible. Imágenes muy antiguas de santos tallados en madera, iluminados y cubiertos con guirnaldas paganas de un gusto deplorable, formaron un doble seto desde la puerta del santuario y en la base de cada una de estas estatuas había un mendigo que imploraba la caridad de los fieles. El altar, que esperaba ver adornado en un estilo severo, como la circunstancia implicaba, estaba cargado de velas intercaladas con ramos de flores.

En los escalones había una forma blanca: era una mujer, una mujer joven con contornos agraciados, no en imagen, sino en carne y hueso. Con el pelo desparramado sobre los hombros, se sentó extasiada, Magdalena en el Calvario. Para completar este conjunto, una caja de música,   serenata a resortes, situada sobre el tabernáculo, tocaba cuadrillas y valses.

La iglesia del Convento de Santo Domingo, que visité en segundo lugar, una iglesia tan en ruinas como la primera, tenía santos de madera no menos bufones que aquellos de los que acabo de hablar, y un altar adornado para un regocijo y no por un luto.

La Matriz, la catedral, de ninguna manera contradecía la miseria y el orden de los templos de San Agustín y Santo Domingo.

Cuando crucé la plaza principal para ir al convento de San Francisco, frente a la prisión y en las esquinas de las calles los hombres condenados, custodiados por soldados, sacudieron ruidosamente sus cadenas, repitiendo estas palabras cada medio minuto, con una voz solemnemente desgarradora: "Por los pobres encarcelados, por el amor de Dios” Y, hay que decir, que si las bandejas de los santos permanecieron vacías, las extendidas por los condenados recibieron limosnas.

La iglesia de los Franciscanos es la única en Quillota que ha conservado cierta ornamentación en su interior. Ella es pequeña, con una sola nave como sus hermanas; pero recuerda el viejo estilo de la arquitectura religiosa española. Los altares, en piedra y mampostería, están excavados con un cincel, el coro, revestido con columnas ornamentadas, está rodeado con hermosos aposentos de madera noble.  Alrededor de la nave, los nichos excavados en las paredes y formados por el acristalamiento contienen gigantescos santos de cera, vestidos con largos atuendos, que prestan a la iglesia ese prestigio de colección que ya no se encuentra en Europa si no en los muy antiguos monasterios.

Todavía tenía que ir al convento de La Merced; pero, además de su distancia, tenía demasiada prisa para tener una explicación con la ayuda de terribles máscaras que había mezclado muchas veces con la queja de mi peregrinación, para no regresar lo más rápido posible a mi hogar.

Usando un largo sombrero de mago del cual cayó sobre la cara un trozo de tela negra perforado con dos agujeros a la altura de los ojos, adornado con una túnica negra y un escapulario blanco, estos enmascarados llevaban una cruz de madera en el cofre, y sostenían una alcancía en una mano, un sable desnudo en la otra. Caminaron por los templos, entraron en los santuarios abordando a los fieles, en todas partes pidiendo ofrendas para los Santos del Paraíso, y nadie se sorprendió de ellos.

A la pregunta que le hice a mi anfitriona, sobre el tema, la buena mujer pensó que estaba satisfecha al responderme: "Estos son los Cucuruchos”. Al ver que su respuesta no era para mí un esclarecimiento, no sé si me tomó por un incrédulo, y continuó: "Los Cucuruchos (Coucourouichos) representan los doce personajes desconocidos y enmascarados que sí siguieron a Cristo en el Calvario"

Creo que recuerdo los textos sagrados, y confieso que nunca lo leí ni lo escuché. No hay nada semejante en la muerte del Salvador. Estos personajes son una invención del clero hispanoamericano. y Ia mascarada de los cucuruchos es una irreverencia, sobre todo porque, durante el transcurso del año, están hechos para desempeñar el papel de croquemitaines y de polichinelles. Cuando un niño chileno llora o hace tonterías, su madre lo llama al orden amenazándolo con el cucurucho.

Iniciado por el trabajo de los condenados, la jornada del Jueves Santo termina, en Quillota, con otro tipo de expiación por faltas tácitas e indescriptibles. Tan pronto como la muchedumbre de fieles se unió a su piadosa caminata, uno ve aparecer a hombres semi vestidos, la cara cubierta con un velo grueso, y estos hombres, armados con una disciplina puntiaguda, se flagelan a lo largo del camino de las estaciones. Estos duros devotos pueden ser individuos muy merecedores; sin embargo, si me lo permitiera la policía chilena, los arrestaría a todos y tengo la seguridad, al indagar sus vidas, se encontraría material para enviar una buena parte de ellos al agua para un  baño. El chileno tiene fe en la inagotable misericordia de Dios más que cualquier cristiano en Europa. Como criminal, se convence a sí mismo de que un solo golpe el Jueves Santo es suficiente para que su alma vuelva a estar intachable”...