"Tertulia" por Claudio Gay: retrata el germen y carácter de la sociabilidad propia de la aristocracia criolla de la primera mitad del siglo XIX (NE)
Reconfortante es la aparición de un libro de historia quillotana escrito por uno de sus habitantes. Se trata de “La sociabilidad en Quillota entre 1870 y 1930”, del profesor Pablo Montero Valenzuela (Editorial Altazor 2011).
El entusiasmo que sentimos es porque, además, suponemos conocer e identificarnos con el marco geográfico en el que este se desarrolla. Por eso, sorprende que el origen y la forma de la sociabilidad estudiada sean los mismos que se dan a la época en otras ciudades chilenas de parecida magnitud, haciendo desaparecer unas esperables “razones” quillotanas.
En efecto, las instancias de sociabilidad que se dan desde 1870, iniciado el periodo liberal hasta fin de siglo, corresponden a aquellas que aparentemente nacidas como netas instituciones sociales, al poco tiempo devienen o exponen “su alma” política. Es el caso del Club de Quillota (1875) que no tarda en mostrarse afín a la Alianza Liberal o, un poco más tarde, en 1881, cuando la aparición del Club de Amigos nos hace pensar, desde el significado mismo de la amistad, que no habrá ligazones políticas tras esos “amigos”. Sin embargo, al año siguiente el presidente del Club es elegido como regidor del Partido Nacional (1882), y de inmediato se “hace” liberal para ser electo diputado.
Son varios los casos en que tras objetivos y sugestivos nombres que debieran definir una más amplia gama de afanes sociabilizadores, los clubes cobijan a partidos políticos o causas que se gestan en Santiago o Valparaíso, sin arraigo local. Es que Quillota es una ciudad de paso que gravita económicamente hacia Valparaíso y Santiago; en ella se enclavan los feudos agrícolas de industriales porteños o aristocráticos agricultores santiaguinos. Entonces la ciudad, su campo, se hace residencia estival de decisivos personajes de esferas económicas y gubernamentales que definen un utilitario tipo de sociabilidad solo para sus fines y muy discreta a la hora de expresar y conformar una mentalidad local.
En el estudio, salvo referencias a una sociabilidad tradicional enraizada en las fiestas religiosas oficiales (El Pelícano) o las tertulias en las haciendas, no se hace referencia a un modo de convivencia netamente local. Se echa de menos una indagación al interior de los hogares y la posibilidad que desde ahí se conozca algo sobre sus anhelos, carencias, esperanzas… como sujetos históricos. Además, ¿qué pasa en la calle, en la Estación de trenes, en los patios de las haciendas, en las placillas mineras o en el Mercado de Abastos de la ciudad? ¿Qué se conversa y qué se organiza? Quizás, y dentro de la expresión de una sociabilidad regional, se le debió haber dado relevancia a las fiestas populares, sobre todo las religiosas; que creemos, hasta hoy –me refiero a los bailes chinos- guardan y construyen una comunión identitaria de rasgos territoriales que sin duda define lo popular regional.
Con todo, esta de Montero es una necesaria historia urbana acotada entre la políticas nacional y las formas de ejercerla que tiene la élite quillotana. Si pensamos que hacia la época del inicio del estudio, Quillota debe haber sido un “aldeón” de no más de 400 casas, no sorprende la coloquialidad entre sus habitantes y de como esta se expresa desde instituciones que congregan siempre a las mismas personas. Desde los generosos listados del autor se comprueba que estas rotan entre club y club, y otras veces entre diferentes partidos políticos.
Terminado el siglo XIX y tras la Revolución del 91, las formas habituales que congregan la sociabilidad –clubes, sociedades, centros- se diversifican hacia entidades más abiertas y convocantes, de objetivos más afables: compañías de bomberos, federaciones (de tiro al blanco, círculos (de inmigrantes), clubes deportivos… Muy documentada está la aparición o fundación de entidades como boy scouts, masones, Rotay Club…
En resumen, y porque el libro no detalla el cómo se ejercita la sociabilidad y es principalmente generoso en cronologizar los nombres de asociaciones y personajes que las componen, resuena que, en sus fechas iniciales, Quillota no era una ciudad ilustrada, ni gestora de una sociabilidad propia. La práctica de un trato “cosmopolita” –pensamos- no se debió a sus inquietudes intelectuales sino a conveniencias políticas, ecos de la sociedad mayor. No estarían ausentes una efímera y discreta búsqueda de figuración social, de prestigio o acomodo en el mundo comercial; o acceso a cargos públicos que se ven auspiciosos hacia el período parlamentario.
Agradecimientos al profesor Montero por removernos de la inercia intelectual; modorra tan quillotana, al proponer su obra a la resonancia que aporta su lectura. Nos gustaría, en aras del desarrollo de la Historia Quillotana, que esta investigación profundice en la pregunta sobre una sociabilidad popular en la ciudad. Lo ya hecho, es el marco perfecto desde el cual continuar.
Gustavo Boldrini Pardo