Hace unos días tuve el
placer de aventurarme en la lectura del libro “Familias y propiedad rural del
valle de Quillota en los siglos XVIII y XIX” (Ed. Altazor 2012), del profesor
Pablo Montero Valenzuela que presentamos hoy.
Y
escribo aventura y placer –palabras que no están muy asociadas a la valoración
del ejercicio de la
Historia- puesto que leer este libro fue revisitar un
escenario para mí conocido, familiar y acotado por la experiencia de haber
vivido aquí. Pienso que para otros quillotanos será también una aventura y un
agrado la lectura de este libro.
Así,
me fue sorprendente constatar que las antiguas formas de tenencia de la tierra –encomiendas,
estancias, haciendas, fundos…- de algún modo siguen vigentes hasta hoy, ya sea
desde su topónimo, desde la aptitud de su suelo, desde el atavismo que ejercen
esos nombres sobre nosotros y sobre todo desde la larga persistencia de
apellidos que, por herencia o compras, aún están vinculados al ejercicio
agrícola en nuestro suelo. Ellos son los hitos o presencias que nos permiten
identificarnos con una historia común cuya evolución no alteró mayormente el
escenario territorial en donde hoy nos toca vivir. Es nuestra historia.
Quizás
este sea el primer mérito del libro del profesor Montero. Aquel de devolvernos
e instalarnos en una patria común, desde una acertada y enraizada fidelidad a
su tema. Es que nuestro historiador no sólo acierta en el tema sino que es hijo
de la ciudad objeto de estudio. Hay también una insistencia metodológica que no
evade la rectoría de un marco local. Es que el profesor Montero desde Quillota
intenta comprender el desarrollo de nuestra sociedad agraria. Ella, desde aquí,
podrá desentrañar procesos históricos mayores sin sufrir la rectoría de los
centros académicos tradicionales. ¡Y que están fuera de la ciudad!
De
verdad, queda claro que la
Historia de Quillota, en cualquiera de sus vertientes –social,
económica, política…- es inseparable de la evolución de su agricultura y de la
fidelidad que sus habitantes mantuvieron respecto a ella. Y pareciera que esto
fue posible por la previa existencia de un clima y la posterior gesta humana de
hacer de ese clima el sustento de una vocación agrícola. Clima y vocación, un
atributo y una opción territorial que siguen presentes.
Aunque
enmarcado específicamente en los siglos XVIII y XIX, la resonancia de este
libro nos lleva a imaginar o a indagar cuáles fueron los actos y productos de
los pueblos prehispanos como base de la potencialidad económica que España vio
en nuestro valle. Batos o picunches ya ejercían una agricultura de maíces,
zapallos, papas, camotes… ; empresa que se verá acrecentada y reorientada por
voluntad humana a la llegada de los inkas y su mitimae. Este último es concepto
clave en la formación y en el reconocimiento de una vocación pues,
técnicamente, esta palabra significa “el lugar de aclimatación”. Ese proceso de
aclimatación comenzó por la adopción e introducción de nuevas semillas y
animales, y culminó en el nacimiento de una nueva cultura agraria. Las obras de
regadío, el ensilaje, la producción que trasciende el autoconsumo permitieron
el nacimiento del concepto de Estado y su planificación y fueron el instrumento
con que los inkas dieron forma a una entidad territorial mayor en lo que apenas
unos cien años antes que ellos, sólo había sido casi un paisaje natural. Es
decir, hubo una entidad o fundación quillotana antes de lo hispánico. Y ello es
importante en nuestra historia, pues el reconocimiento y valor de esa entidad
fue la base para que los españoles la eligieran como lugar de asentamiento.
Obvio, pues Quillota ya era una fundación y, en palabras actuales, un polo de
crecimiento económico que, por lo demás, justificará y financiará la conquista.
El
primer paso, todos lo sabemos, lo dio Pedro de Valdivia, al reservarse no
tierras agrícolas sino mineras y que en aquel siglo XVI y principios del XVII
daban objeto y directriz al interés económico imperante.
El
segundo paso fue la repartición de las primeras y muy extensas encomiendas de
indios y mercedes de tierra. Las obtuvieron los “muy beneméritos” (los que aún
a mediados del siglo XVIII se llamaban a sí mismos “señores feudatarios”) ya
sea por la nobleza que les otorgó el haber acompañado al conquistador o a sus
seguidores, o porque traían algún grado de sangre noble desde España.
Agotadas
las minas, desaparecidos los encomendados por fatiga, por enfermedades, por
huidas o por el mestizaje, hacia el siglo XVIII la entidad quillotana volverá a
recomponer su vocación primigenia: la agricultura. Ya no es una agricultura de
primera necesidad, que se geste y se agote en el territorio local. Aunque muy
poco espectacular, será una que produce sebo, cueros, charqui, grasas y, sobre
todo, surtirá a la marina española de cordobanes, cáñamo, y jarcias para sus
navíos.
Detrás de todo eso, que hoy llamamos agroindustria, en el siglo XVIII ya
estaban San Nicolás de Purutún, El Romeral, La Sombra, Rabuco, Las Palmas y
Andacollo (en Ocoa), ichiculen, Las Palmas de Llay-Llay, Rautén, Las Masas y
Santa Teresa (también en Llay-Llay), Santa Rosa de Colmo, Chilicauquén, El
Grillo, Quintero, Puchuncaví… Estancias y haciendas nacidas de las antiguas
encomiendas y mercedes de tierra.
El
libro del profesor Montero, aparte de su introducción, comentarios y anexos
bibliográficos, se divide en tres grandes capítulos. En el primero, se
extenderá sobre las principales familias, su parentesco, su genealogía…
Corresponden a aquellas con gran arraigo en el valle de Quillota, algunas con
vínculos desde el siglo XVI, hasta otros, sus parientes, que se fueron sumando
por matrimonio o herencias, durante la época colonial. El autor las llama
familias tradicionales. Entre ellas los Alvarez de Araya, Rivadeneira, Amasa, Azúa,
Pizarro, Balbontín, Ortiz de Zárate, Carvajal, Campofrío, Cortés, Dueñas.
Muchos de ellos relacionados a títulos nobiliarios como los del Marquesado de
la Pica, de Cañada Hermosa, los condes de Quinta Alegre y, al menos, a unos
doce mayorazgos que aún sonaban hacia mediados del siglo XIX. (¡Cuando ya se
habían sido extinguidos!)
En
un segundo capítulo presentará a descendientes de estas familias tradicionales,
aunque la mayoría –ya divididas las grandes propiedades originales –, han
perdido los aires señoriales de aquella clase para convertirse, según el autor,
en familias o señores de fortuna. Ello ocurrió mediando ventas de terrenos,
herencias, aparición de nuevos integrantes familiares y, sobre todo, porque se
han casado con un nuevo estamento social: la clase financiera o capitalista de
Valparaíso, ricos mineros, grandes inversionistas y/o grandes comerciantes
también de Valparaíso. Su visión de la tierra y de su trabajo es diametralmente
distinta a la de los señores de tradición. Si éstos en la tierra vieron el
lugar en donde ejercitar la nobleza, los señores de fortuna la vieron como la
forma de legitimarse socialmente, acceder al poder político y, principalmente,
como la fuente de obtener recursos.
Entre
estos señores de fortuna, hacia 1850, figurarán las familias Cox, Edwards,
Ariztía, Errázuriz, Paulsen Michels, Waddington, Rusque, Fulner, Ungenach,
Wicks, Chaigneau y casi al final del siglo las familias Ross, Santa María,
Lyon, Echaurren…
Un
tercer capítulo se refiere a los espacios de encuentro y de fusión entre las
familias tradicionales y las familias de fortuna. En algunas de ellas el
encuentro es total, desde entender que han contraído vínculos matrimoniales,
bases de actuales parentescos. Según el autor, ambientes físicos como “las casas”,
las tertulias, hábitos alimenticios, musicales, fiestas religiosas y profanas,
rituales referidos a la muerte, nacimiento de los clubes…, van caracterizando
una fisonomía común que renovando una sociedad patriarcal, mantiene visos
tradicionalistas que no cambian su relación con el territorio: siguen siendo
los poseedores de la tierra, los principales comerciantes urbanos además de
ejercer el poder político local. Y aunque la mayoría de ellos no viva en
Quillota, desde el ejercicio del poder
marcarán la pauta del comportamiento social y de instituciones que son el
reflejo de la sociedad mayor y que el profesor Montero ya había dejado
planteado en su libro anterior sobre la sociabilidad.
Esta
presentación no agota los temas tratados. Entre ellos, hay referencias a cuales
eran los bienes muebles, solares y casas que señores tradicionales y de fortuna
mantuvieron en nuestra ciudad. Asimismo se detalla quienes de ellos ejercían
activamente el comercio local y también la participación que les cupo como cabildantes,
en un primer momento o como gobernadores, alcaldes, regidores o miembros
prominentes de partidos políticos o jefes de servicios públicos. Por último, el
papel jugado por las órdenes religiosas y su relación con el poder y la
tenencia de la tierra. Agustinos, mercedarios, franciscanos…, a veces
ostentando propiedad a título personal y otras –es el caso de los jesuitas-,
trabajándola corporativamente con gran laboriosidad y dentro de un marco
técnico de inteligente agronomía.
Incursionar
en la Historia
de Quillota indefectiblemente significa reconocer un modo de construir una
ciudad y su territorio agrícola. La
Historia de Quillota es la Historia de la evolución
de la agricultura, portada por diferentes actores sociales y que incluso
conforman otras tantas mentalidades. Para el señor tradicional –lo decíamos- la
tierra y la ciudad son un bien social, allí ejerce su nobleza. Para el señor de
fortuna la tierra es un bien raíz desde donde legitimar su naciente prestigio
social y además obtener ganancias económicas.
Creo
que estos componentes sociomentales hacen el meollo del libro que hoy entrega
el profesor Pablo Montero. Un libro que aúna y enmarca temas hasta ahora
dispersos; a la vez que ordenándolos pronostica el camino que seguirán sus investigaciones.
Hoy,
porque existe este libro, pienso que somos más quillotanos. Muchas gracias
profesor Montero.
Gustavo Boldrini Pardo
Quillota, sábado 29 de septiembre de 2012.