viernes, 7 de diciembre de 2012

Antecedente historiográfico sobre la evolución de la propiedad rural del Valle de Quillota: El Pueblo de Indios


 

                 Figura 1. Reservorios de piedra para la agricultura del maíz,
                       según Felipe Guamán Poma de Ayala (1615:f.396)



 Para cualquier buen lector que desee introducirse a examinar el pasado rural del valle de Quillota, no debiera omitir el antecedente que guarda relación con los denominados Pueblo de indios. Estos sectores o núcleos de población indígena, analizados ampliamente por diversos especialistas de la historiografía nacional (Góngora, Silva Vargas, Mellafe, Salinas, Urbina, Pinto, Cabezas, Contreras y otros), permite para este caso reunir una serie de fragmentos y confrontar aquellos datos con el propósito de tener un mejor conocimiento sobre el momento en que comenzó a estructurarse la propiedad de uso ganadero y agrícola en el valle de Quillota. Además, estos Pueblo de indios guardan el significado de ir descubriendo, gracias a esa toponimia nativa, las cualidades del lugar que habitamos.   

Si nos detenemos en los repartimientos y autoconcesiones tanto de encomiendas como mercedes de propiedades otorgadas por don Pedro de Valdivia, se puede determinar que los recursos humanos y naturales de aquel entonces, sintonizaban con las ventajas espaciales de tomar contacto con puntos geográficos tan importantes como el puerto de Valparaíso y la capital. Sin embargo, no era tarea fácil conseguir el permiso de explotación sobre dichos recursos, ni mucho menos su administración y, en último término, su legítima posesión. En más de una oportunidad, el obispo de Santiago don Rodrigo González de Marmolejo, daba cuenta acerca del problema de titularidad y, de igual modo, se constataba por parte la de la autoridad cierta vicisitud con las concesiones de los señores Juan Gómez de Rivadeneira, Francisco de Irarrázaval, Pedro de León, Luis López y Gregorio Sánchez. A pesar de las dificultades, varios de estos encomenderos del siglo XVI, no sólo adquirieron la calidad de feudatarios, sino que fueron punto de partida en la transformación de las relaciones con la propia población indígena. La nueva realidad traía consigo otra condición para estos señores, tal como puede advertirse en el estudio de los llamados encomenderos y estancieros del siglo XVII (M. Góngora, 1970). De modo que, los naturales asentados y traídos al valle Quillota para efectuar labores mineras de la encomienda, habían sido reducidos, según estimaciones, entre cuatro a siete Pueblos de indios y que dada la forma de su desarrollo marcó el retorno de estos antiguos cultivadores hacia funciones más cercanas al manejo y control de la tierra (Margarita Salas, 1972; página 16; Mellafe/Salinas, 1989; página 24;). En este sentido, los Pueblos de Indios formaron parte de una manera en organizar la propiedad durante la colonia, que a la postre, acarreó consecuencias tanto económicas como sociales.  

 La legislación colonial, según el trabajo de Fernando Silva Vargas, consideraba al indígena como sujeto “miserable”; es decir, carente de autonomía, pero, a su vez, contemplaba el reconocimiento de los derechos de propiedad de estos (1962; páginas 24, 25). En este punto habría dos elementos a considerar. El primero, se trataba sobre la noción de propiedad que recepcionaron los indígenas. Al respecto Rodolfo Urbina señala; “El indio -comenta el historiador- no comprendió bien el sentido de la propiedad  privada ni aún colectiva cuando este estaba dentro de los límites de `mojones´,  cercas o `pircas´ que exigía el concepto europeo de la propiedad” (1992; página 84). En segundo lugar, la encomienda no incluía la propiedad del encomendero sobre el goce y usufructo de bienes tales como tierras y aguas para el regadío correspondiente al indígena. Sin embargo, en la práctica acontecía lo contrario. A continuación el argumento de Ángel Cabeza y Ruben Stehberg es revelador en lo que sigue: “Para que la encomienda fuese exitosa entre los Picunches, especialmente entre los Promaucaes, los españoles debieron utilizar y modificar parte de  su organización social, especialmente aquellas relaciones que implican poder y control social. El manipular estas relaciones permitió al español reorganizar la comunidad indígena, establecer un lazo de comunicación y obtener el tributo. La institución que a base de las antiguas lo logró fue el cacicazgo” (1984; página 109). En este sentido, queremos redondear dicha explicación con el planteamiento del historiador Hugo Contreras, cuando al estudiar el sistema de la encomienda en Quillota, afirma que: “La institución de la encomienda fue mucho más que un sistema de premios a los beneméritos del reino o en el marco institucional de las relaciones laborales entre indios y españoles, constituyéndose en un complejo aparato reordenador del mundo indígena tanto desde el punto de vista económico, como social y cultural” (2004; página 70).  
          
Entonces, podía operar el vínculo formado entre el señor protector (encomendero) y el cacique (principal de la comunidad de tierras) para realizar, por ejemplo; la transacción de bienes. De acuerdo con la mensura realizada a las tierra de Quillota entre 1604-1605 por Ginés de Lillo, el cacique don Rodrigo y el cacique Juan Cadquitipay de la encomienda del estanciero Juan de Rivadeneira, habían vendido, años atrás a dicho señor protector, las tierras que comprendían los sectores de Maquilemu (San Isidro) y Poncagüe (La Palma). Por la misma fecha, había examinado Ginés de Lillo los títulos y deslindes de las tierras de indios del Malloca (Mayaca), pertenecientes a la encomienda del capitán Juan de Barrios. Hacia la década de 1740, los indios del Mayaca fueron llevados a Poncagüe (La Palma), nombre de la estancia de don José Valentín Marín y Azúa, a la sazón, Marqués de Cañada Hermosa.  Finalmente, los indios que habían sido de la encomienda de dicho Marqués, fueron instalados en una hijuela asignada por quien aparecía como dueño del dominio de La Palma, don Ramón Cortés.
Esta última mención dice relación con la traslación del indígena (incluyendo la familia), hasta contemplar la entrega de una cuantas cuadras de tierras. El gobernador don Francisco Ibáñez de Peralta, facultó a don Tomás Ruiz de Azúa Iturgoyen, familiar de los Amasa, Azúa y Cortés, con el objeto de trasladar a los indios a la estancia del Melón, que en esos años pertenecía a su señora esposa doña María Constanza Marín y Azúa. Esta misma señora (marquesa de Cañada Hermosa) tenía por encomienda a los indios que provenían del pueblo de Ponigüe, hacienda del Romeral. Desde aquel lugar fueron llevados a la hacienda de Purutún, donde el pueblo pasó a llamarse Agua Clara. Por último, a cada indio, incluyendo las viudas de estos, se le otorgaron sendas cuadras de tierra en el Melón como en Purutún. 

Algo similar aconteció con el reducto de indios de San Pedro de Putupur. Traídos desde los pueblos de Colchagua, Maipo y Tobalaba en Santiago. Los indígenas quedaron ubicados en la entonces estancia de Putupur, que pertenecía a los antiguos encomenderos de apellidos Veas Durán. Por muerte de estos recayó en manos de don Gaspar Calderón, pues, compró la estancia de Putupur. Sucedió en la encomienda su hijo Tomás Calderón, el cual, compra a don Juan Jofré y Gaete, la estancia de Peteroa y la del Astillero en el Maule. Hacia Peteroa  traslada don Tomás Calderón a los indios de Putupur. Una vez terminada la encomienda se dio merced a don Antonio Carvajal Campofrío y Osorio de Cáceres. Este señor compró las tierras del Mayaca, deslindantes a las tierras de San Pedro de Putupur y las asignó por pueblo de sus indios. Pero no sólo eso, prolongó don Antonio sus tierras del Mayaca y San Pedro adquiriendo la propiedad de Rautén. Tras su muerte, el dominio de Rautén quedó en manos de su hijo Antonio, mientras que su otro hijo el Maestre de Campo don Manuel Carvajal y Calderón – sucesor de varias encomiendas- tuvo que recuperar la estancia de San Pedro de Putupur debido a un pleito que le costo bastante dinero.    

         Con todo, las articulaciones de los espacios rurales en el valle de Quillota, corresponden, en gran parte, a las modificaciones o reordenamientos en que se vieron involucrados los indígenas locales. Al “compartir” ese entorno no cabe duda que pocos fueron los beneficiados y otros, en cambio, vivieron para ver afectados sus propios ciclos de abastecimiento y practicas comunitarias de subsistencia. Basta concluir que la propiedad rural obedecía desde ese momento a otra realidad, muchos más específica y, por extensión, más compleja por ambos lados. No obstante, la acción de los dueños protectores, que removiendo sensiblemente su piel en señores de tradición, se encaminaban por la senda de cimentar alguna fortuna, combinando actividades productivas ya sea agrominera, ya sea agropecuaria y de esta manera obtener riqueza económica, notabilidad social y poder local en el valle.   


Quillota, Martes 04 de diciembre de 2012

Pablo Montero Valenzuela

Licenciado en Historia (PUC -V)

Autor del libro “Familias y Propiedad rural del Valle de Quillota en los siglos XVIII y XIX” Ediciones Altazor. Viña del Mar, 2012.