viernes, 4 de enero de 2013

Ernesto Barrera, Cuentista Quillotano

En Villa Dulce Norte, Viña del Mar, reside actualmente(1) el profesor y escritor quillotano Ernesto Barrera Zamora.  Me lo imagino leyendo, escribiendo o revisando alguna de sus diez obras inéditas: novelas, libros de cuentos, ensayos; soñando, quizás, con futuras publicaciones.

Hace algunos días, tuve la satisfacción de recibir y leer su único libro publicado algunos lustros atrás, “Después del viaje”, con el patrocinio de la I. Municipalidad de Valparaíso, en la época más brillante de la Sociedad de Escritores del puerto (SEV), de la cual fue Barrera uno de sus animadores.  Este conjunto de quince cuentos fue merecidamente premiado en el importante concurso para obras inéditas “Gabriela Mistral” de la I. Municipalidad de Santiago.

No necesita, el autor de los relatos, recurrir a descripciones minuciosas para ambientarlos convincentemente en Valparaíso o en un pueblo que, en algunos de ellos, es Quillota.  Pero lo fundamental de estos excelentes cuentos (en algunos de los cuales creemos descubrir elementos autobiográficos) son sus auténticos personajes populares: modestos profesores y estudiantes básicos (“Una hora de clase” y “La ceremonia”); un ex estibador (“Un ratón de bahía”); un minero pobre (“Juan Zapata, cateador”); un lustrabotas enano (“Serey”); un oficial de zapatero (“El bondadoso Garmendia”), entre otros.  Todos y cada uno de ellos presentados con profunda simpatía; con contenida emoción, en más de un caso.

Después de leer y releer los cuentos del volumen de Ernesto Barrera, se fortalece nuestra opinión que Quillota no es sólo una ciudad fenicia, como podría pensarse, sino también tierra de buenos poetas y prosistas, dignos de que sus trabajos sean conocidos a través de antologías, reediciones y ediciones; reiterando que Ernesto Barrera tiene diez libros inéditos.

Para finalizar, recordemos el comienzo de “Una hora de clase”:

En la sala hay bullicio. No es desorden, en el común sentido de la palabra.  Es un rumor de colmena, integrado por risas ahogadas y por diálogos infantiles que enlazan los bancos con furtivo culebreo sonoro. Afuera, tras el marco de las ventanas abiertas, despunta la primavera en los árboles de la avenida.  Los brotes dormidos estallan y, de un momento a otro, se resuelven en flor. El sol cumple su cálida jornada por el firmamento azul y la brisa juega con las cortinas.

El maestro está pensativo, de pie junto al pupitre.  Es un hombre alto, de largos cabellos y poblados bigotes.  Cerca de las sienes, un poquito de nieve y en la espalda, ligeramente curvada, algunos inviernos; tal vez treinta y cinco.  O cuarenta.  Su mirada se escapa hacia el exterior por el rectángulo luminoso de la ventana y reposa sobre los delgados álamos que en el faldeo próximo aspiran a inundarse de altura celeste”.



NE: 1) Esta nota fue publicada originalmente en La Estrella, edición del 6 de mayo de 1986 p.8