lunes, 13 de enero de 2014

La ruta de Meiggs: Fotografías del abandono




    En 1863 la muerte inauguró el ferrocarril Santiago-Valparaíso. Fueron cerca de mil los carrilanos que perecieron en accidentes en las vías durante su construcción. Poco más de un siglo después, en febrero de 1986, y como si un círculo se cerrara, dos trenes chocaron en las cercanías de Queronque. Allí quedaron unos 60 pasajeros muertos.

    Fue la gota que rebalsó el vaso y se terminó con el servicio de pasajeros entre Valparaíso y Santiago. En ese momento, la trocha ferroviaria que nos comunicó con la capital durante un siglo y medio quedó lista para la foto.

    Allí, desde hace 28 años, a lo largo de un riel de unos 180 kilómetros están desparramados puentes, líneas férreas, viaductos, galerías, túneles, estaciones, trincheras, terraplenes... Para no hablar del decaimiento fúnebre de los pueblos que florecieron en torno de la expansión ferroviaria. Tampoco de sus detalles humanos intrínsecos: las cartas que alguien recibió en La Cruz, la chirimoya que un joven quillotano ofreció a una señora de Villa Alemana, la sonrisa que Gabriela Mistral regaló en 1954 a un muchachito limachino; el borracho que una noche de lluvia, en Las Chilcas, vio a un puma mirando al convoy... En fin, cosas que nunca serán historia, pero seguirán siendo legendarias para los que amamos tanto al tren.

    Es el momento en que Felipe y Boris Urquieta Muñoz salieron a esta trocha ferroviaria y desde sus fotografías conjuran a un tren ausente, ya hecho metáfora y emblema del viaje trunco. Con todo, aquí está el libro (“La ruta de Meiggs. Ferrocarril Valparaíso-Santiago 1863-2013, Origo, 2013”) presentado no sólo desde la memoria ni la imaginería poderosa e insistente de la ingeniería, ni desde los antepasados; sino también desde una manera de mirar que equilibra lo estético y lo documental. Paradojalmente, estas fotografías que quieren destacar la belleza de un recorrido y sus obras, además del deseo de recobrarlo y ponerlo en valor, se sitúan entre ejes que se pueden señalar como los del abandono y la desesperanza. Con todo, ¡aún es fotogénico el ferrocarril!

    Quizás por familiaridad con ella, la primera fotografía que nos impacta es la que retrata la “Estación San Pedro Ramal Quintero” cuya composición perfecta se instala, como levitando, entre la horizontalidad que le construyen el riel, el andén,  ¡la flor de la pluma! y el logo que la nombra.

        La Estación La Cruz luce desolada, ya lejana de su origen inglés -Devonshire, según el decir de Benjamín Vicuña Mackenna-, y dramática cuando se piensa en la deshermandad en que quedó frente del aún feraz territorio frutícola al que sirvió y con el cual ya no dialoga.

    “Estación La Calera”, “Estación Llay-Llay”, “Estación Ocoa”, también desiertas, y cuyo dramatismo se desprende no sólo de su desolación territorial sino de la orfandad castigada en la que quedó la arrogancia estilística del Movimiento Moderno, tan triunfante en su momento.

    Pero es “Vías Ramal Las Vegas” la fotografía en la que hay más presencia del drama de los ferrocarriles y la pobreza del orden territorial sin ellos. La palmera, felizmente revivida un día ventoso, se hace epicentro de las ruinas. El árbol, que seguramente tiene unos 150 años (porque fue puesto allí para celebrar el nacimiento del ramal), hoy ya no nos amarra al paisaje pues no tiene tren ni agua pública; de atrio, solo un riel que va a ninguna parte.

    En este momento del álbum se me aparece el recuerdo de las fotografías de Juan Rulfo, el gran escritor mexicano; notables por su claroscuro y un realismo telúrico que devela desde el rostro de sus retratados, el tema de la muerte en México. En el libro de los hermanos Urquieta, es la ausencia de gente lo que hace que la muerte esté siempre presente, desde el principio hasta el final de la obra, sugiriendo una relación mimética entre la ausencia humana y la tierra despojada.

    Sigo nombrando lo que me impactó, por belleza, y su reflexión: “Vagón de carga, Llay-Llay”, “Interior Túnel Centinela”, “Vías camino a Til-Til”... tan decidoramente rulfianas.

    Damos gracias a los autores por devolvernos o recordarnos la toponimia original de los lugares. El tramo que hoy sólo se conoce como Cuesta Las Chilcas en realidad fue un complejo territorial hecho del Túnel Centinela, del Túnel de Los Loros, del Túnel Los Maquis, su quebrada y sus puentes; todo para humanizar esa cuasi indomable Montaña del Tabón.

   Los textos de Vicuña Mackenna ilustran la faceta epopéyica de la construcción y, como si fueran un presagio, también nos recuerdan el protagónico rol que en ella tuvo la muerte. Anota que treinta mineros que trabajaban en un túnel de El Tabón perecieron al unísono por causa de una desinteligencia con el grupo que avanzaba desde el otro lado. En Queronque fueron cerca de 60 las personas que murieron también por razones absolutamente humanas en 1986.

    Ya sabemos que lo retratado en este libro -estaciones, cruces, vagones, túneles, puentes- ha sido despojado de la tierra, de la identidad e incluso de la vida, por fuerzas como el capital, el dinero, el automóvil, la gasolina, las mafias...

    Difícil tema el de la patrimonialidad. Sobre todo cuando pensamos que el tren fue una de las pocas empresas que perteneció al pueblo chileno. Su criterio de operación pasaba por lograr rentabilidad social y actuar desde los requerimientos del bien común... Una ingeniería eterna, los rieles de la C.A.P., algunos ensambles de carpintería inglesa; la mampostería hecha por albañiles chilenos en las obras de arte permanecerán por algunos años más y se eternizarán en este libro. Lo que es de madera, perecerá luego. Es que el patrimonio siempre se quema y arde tan rápido... como la Estación de Quillota.

    Bello y también muy triste (para el alma) es el resultado del trabajo que se propusieron los hermanos Urquieta Muñoz. Casi una poesía del abandono construida en riguroso blanco y negro, realzando esa nobleza y majestuosidad que algunas tragedias suelen dejarnos.

    Me retiro a la Estación de San Pedro, donde aún huele la flor de la pluma y hasta es posible escuchar al ánima del poeta Jorge Teillier: “Te gusta quedarte en la estación desierta / cuando no puedes abolir la memoria”.


Gustavo Boldrini Pardo