En 1863 la muerte inauguró el ferrocarril
Santiago-Valparaíso. Fueron cerca de mil los carrilanos que perecieron en
accidentes en las vías durante su construcción. Poco más de un siglo después,
en febrero de 1986, y como si un círculo se cerrara, dos trenes chocaron en las
cercanías de Queronque. Allí quedaron unos 60 pasajeros muertos.
Fue la gota que rebalsó el vaso y se
terminó con el servicio de pasajeros entre Valparaíso y Santiago. En ese
momento, la trocha ferroviaria que nos comunicó con la capital durante un siglo
y medio quedó lista para la foto.
Allí, desde hace 28 años, a lo largo de un
riel de unos 180
kilómetros están desparramados puentes, líneas férreas,
viaductos, galerías, túneles, estaciones, trincheras, terraplenes... Para no
hablar del decaimiento fúnebre de los pueblos que florecieron en torno de la
expansión ferroviaria. Tampoco de sus detalles humanos intrínsecos: las cartas
que alguien recibió en La Cruz,
la chirimoya que un joven quillotano ofreció a una señora de Villa Alemana, la
sonrisa que Gabriela Mistral regaló en 1954 a un muchachito limachino; el borracho que
una noche de lluvia, en Las Chilcas, vio a un puma mirando al convoy... En fin,
cosas que nunca serán historia, pero seguirán siendo legendarias para los que
amamos tanto al tren.
Es el momento en que Felipe y Boris
Urquieta Muñoz salieron a esta trocha ferroviaria y desde sus fotografías
conjuran a un tren ausente, ya hecho metáfora y emblema del viaje trunco. Con
todo, aquí está el libro (“La ruta de
Meiggs. Ferrocarril Valparaíso-Santiago 1863-2013, Origo, 2013”) presentado no sólo
desde la memoria ni la imaginería poderosa e insistente de la ingeniería, ni
desde los antepasados; sino también desde una manera de mirar que equilibra lo
estético y lo documental. Paradojalmente, estas fotografías que quieren
destacar la belleza de un recorrido y sus obras, además del deseo de recobrarlo
y ponerlo en valor, se sitúan entre ejes que se pueden señalar como los del
abandono y la desesperanza. Con todo, ¡aún es fotogénico el ferrocarril!
Quizás por familiaridad con ella, la
primera fotografía que nos impacta es la que retrata la “Estación San Pedro
Ramal Quintero” cuya composición perfecta se instala, como levitando, entre la
horizontalidad que le construyen el riel, el andén, ¡la flor de la pluma! y el logo que la
nombra.
La Estación La Cruz luce
desolada, ya lejana de su origen inglés -Devonshire, según el decir de Benjamín
Vicuña Mackenna-, y dramática cuando se piensa en la deshermandad en que quedó
frente del aún feraz territorio frutícola al que sirvió y con el cual ya no
dialoga.
“Estación La Calera”, “Estación
Llay-Llay”, “Estación Ocoa”, también desiertas, y cuyo dramatismo se desprende
no sólo de su desolación territorial sino de la orfandad castigada en la que
quedó la arrogancia estilística del Movimiento Moderno, tan triunfante en su
momento.
Pero es “Vías Ramal Las Vegas” la
fotografía en la que hay más presencia del drama de los ferrocarriles y la
pobreza del orden territorial sin ellos. La palmera, felizmente revivida un día
ventoso, se hace epicentro de las ruinas. El árbol, que seguramente tiene unos
150 años (porque fue puesto allí para celebrar el nacimiento del ramal), hoy ya
no nos amarra al paisaje pues no tiene tren ni agua pública; de atrio, solo un
riel que va a ninguna parte.
En este momento del álbum se me aparece el
recuerdo de las fotografías de Juan Rulfo, el gran escritor mexicano; notables
por su claroscuro y un realismo telúrico que devela desde el rostro de sus
retratados, el tema de la muerte en México. En el libro de los hermanos
Urquieta, es la ausencia de gente lo que hace que la muerte esté siempre
presente, desde el principio hasta el final de la obra, sugiriendo una relación
mimética entre la ausencia humana y la tierra despojada.
Sigo nombrando lo que me impactó, por
belleza, y su reflexión: “Vagón de carga, Llay-Llay”, “Interior Túnel
Centinela”, “Vías camino a Til-Til”... tan decidoramente rulfianas.
Damos gracias a los autores por devolvernos
o recordarnos la toponimia original de los lugares. El tramo que hoy sólo se
conoce como Cuesta Las Chilcas en realidad fue un complejo territorial hecho
del Túnel Centinela, del Túnel de Los Loros, del Túnel Los Maquis, su quebrada
y sus puentes; todo para humanizar esa cuasi indomable Montaña del Tabón.
Los textos de Vicuña Mackenna ilustran la
faceta epopéyica de la construcción y, como si fueran un presagio, también nos
recuerdan el protagónico rol que en ella tuvo la muerte. Anota que treinta
mineros que trabajaban en un túnel de El Tabón perecieron al unísono por causa
de una desinteligencia con el grupo que avanzaba desde el otro lado. En
Queronque fueron cerca de 60 las personas que murieron también por razones
absolutamente humanas en 1986.
Ya sabemos que lo retratado en este libro
-estaciones, cruces, vagones, túneles, puentes- ha sido despojado de la tierra,
de la identidad e incluso de la vida, por fuerzas como el capital, el dinero, el
automóvil, la gasolina, las mafias...
Difícil tema el de la patrimonialidad.
Sobre todo cuando pensamos que el tren fue una de las pocas empresas que
perteneció al pueblo chileno. Su criterio de operación pasaba por lograr
rentabilidad social y actuar desde los requerimientos del bien común... Una
ingeniería eterna, los rieles de la
C.A.P., algunos ensambles de carpintería inglesa; la
mampostería hecha por albañiles chilenos en las obras de arte permanecerán por
algunos años más y se eternizarán en este libro. Lo que es de madera, perecerá
luego. Es que el patrimonio siempre se quema y arde tan rápido... como la Estación de Quillota.
Bello y también muy triste (para el alma)
es el resultado del trabajo que se propusieron los hermanos Urquieta Muñoz.
Casi una poesía del abandono construida en riguroso blanco y negro, realzando
esa nobleza y majestuosidad que algunas tragedias suelen dejarnos.
Me retiro a la Estación de San Pedro,
donde aún huele la flor de la pluma y hasta es posible escuchar al ánima del
poeta Jorge Teillier: “Te gusta quedarte en la estación desierta / cuando no
puedes abolir la memoria”.
Gustavo
Boldrini Pardo