jueves, 19 de marzo de 2020

Un texto de Andrés Sabella y otro de Raúl Morales Álvarez




Retrato de Andrés Sabella
enero de 1943, del fotógrafo Tito Vásquez
(imagen: www.patrimoniodechile.cl ) 



En noviembre de 1985 la revista de nuestro círculo literario publicó una evocación del poeta, periodista y dibujante antofagastino Andrés Sabella (1912-1989) y en la primavera de 1989, un artículo del Premio Nacional de Periodismo Raúl Morales Álvarez (1912 - Quillota, 1994).




Mi Quillota

Por Andrés Sabella
Antofagasta

Si me preguntaran qué es para mí la ciudad de Quillota, replicaría, en ternura:

Un rostro de muchacha.

Para mí, Quillota es el rostro de una muchacha llamada Raquel, a quien conocí en el hotel del señor Govinden que se encontraba frente a la Estación de Ferrocarriles, como si deseara que el cántico de los trenes recordara a los pasajeros las horas inevitables del adiós.

Era la primavera de 1926. Albeaban mis 14 años y vivía, entonces, unas largas vacaciones junto a mi padre, quien necesitaba reposo y paz.  Los médicos de Antofagasta le recomendaron Quillota. Allá viajamos.

Vivía en esta ciudad un señor Sapiaín, hombre de juzgados y papel sellado quien, a falta de título profesional, actuaban con entera conciencia profesional, ganando los pleitos más increíbles de ganar.  El señor Sapiaín se convirtió en el bastón cordial de mi padre: ¿A dónde no nos condujo, mostrándonos el paisaje y su generoso corazón? Quillota es, también, un poco, o un mucho, la amistad bien ganada y mejor servida del señor Sapiaín.

En Quillota, entonces, cantaba un pajarito encima del estadio: era chincolito Mayo, el hábil futbolista que llegó a ser de las figuras capitales del balompié nacional.  En el estadio quillotano, le vi jugar y confieso, ahora, que, realmente, este Chincolito cantaba, con gracia, los goles decisivos del “San Luis”.

También, en el estadio de la ciudad admiré a los músculos del luchador árabe Abdul Ruhman, quien vivía en el hotel de Govinden.  Era un amasijo de energías.  No fumaba ni bebía: los mozos para molestarlo no dejaban de ofrecerle a las horas de comida:

¿Un vinito, don Abdul?

Ruhman reaccionaba, de manera insólita y frecuente: se ponía en pie y, tomando al mozo, lo alzaba en vilo, amenazando con lanzarlo lejos. Todos reíamos.  Abdul hablaba muy poco el castellano.  “Naturalmente”, los mozos se encargaban de enseñarle cuanto “garabato” se les venía a la lengua; “garabatos” que Abdul repetía, sonriendo, infantilmente, en medio del sonrojo de las damas que lo escuchaban.

Raquel era suave, dulce y hermosa de toda ponderación.  Residía en el hotel y, cada mañana, me invitaba a charlar en el jardín.  Hablábamos, ¿de qué…? Yo temblaba delante de ella.  Lo terrible fue aquella mañana que me pidió pillar una gallina para el almuerzo.  Mi torpeza fue tan grande, que me graduaron de inútil para las tareas del hogar.

Una noche yendo en coche a Charravata, al matrimonio de uno de los mozos, me atreví a tomar una mano de Raquel. Ella respondió a mis presiones.  Nos miramos. ¿A qué las palabras? De aquel instante, Quillota es para mí la tibia mano de Raquel en mi diestra, que aprendió a trazar la “R” de su nombre, como la primera letra de revelación.




  Concentración de trabajadores adheridos a la FOCH (Federación Obrera de Chile)
1º de mayo del año 1914
(imagen del Facebook: Imágenes Antiguas Antofagasta)



Mi hermano Andrés Sabella

Por Raúl Morales Álvarez


Éste era mi hermano Andrés Sabella “hermano en noche, vino y poesía”, como él mismo  lo escribió en todos los libros de su autoría que me dedicó, estableciendo un vínculo más poderoso que el de la sangre.  El hecho de nacer de una misma madre, ciertamente, es sólo un azar, un riesgo no consultado con el contrato humano, algo que no nos hace realmente hermanos y a veces nos separa de laya cruel y definitiva.  Era muy distinta, en cambio, la verdadera fraternidad que me unía con Andrés Sabella, crecida con “noche, vino y poesía” durante 60 años que no salen pocos en ninguna cuenta. Iniciamos en 1929 una andanza de rumbos diferentes, pero siempre “haciendo camino al andar”, cuando mi hermano Andrés llegó de Santiago desde su Antofagasta, a la par que yo, recién escapado de la Escuela Naval, ingresaba a este oficio del diarismo que todavía no me suelta.  Vivamos entonces ceñidos a un plural alboroto que nos hacía turumba el corazón, el gesto y las palabras, volcándonos por entero, de frente y de perfil, en la alegre y sana bohemia de otro tiempo, el nervioso tumulto de gran temperatura que nos aguardaba en el “Hércules” de la calle Bandera, en el “Cola-e-Moro” inimitable de la Juana Flores, en San Diego, junto a la Plaza Almagro, o donde la Ñata Inés, de la calle Eyzaguirre, que lucía el apellido Irarrázaval, afirmando que era de las buenas, pese a su oficio incandescente.  Por allí y por acá, por todas partes, iban y venían el Cadáver Valdivia, Pablo Neruda, Tomás Lago, Juvencio Valle, Diego Muñoz, Luis Enrique Délano, Manuel Gandarillas, Julio Ortiz de Zárate, Raschin Bustamante, Isaías Cabezón, Israel Roa, Samuel Román, Juvenal Rubio, Orlando Oyarzún, Pablo de Rokha, Alberto Rojas Jiménez y tantos otros. En la riada, de vaivén en vaivén, también íbamos nosotros, mi hermano y yo, apenas mayor que Andrés.

Éramos tan distintos en las apariencias del genio y la figura -  Andrés de baja estatura, mofletudo y casi obeso, y yo esbelto y alto, dado a bulla y el escándalo –, que teníamos forzosamente que coincidir como hermanos en un mismo ideal, la Maya – Ilusión de un mundo mejor, una residencia más excelente para la familia humana, con una verdad más pura y una vida más digna, sin discriminación de réprobos y elegidos.  Era la justicia Social que ya habían reclamado en 1890, en Tarapacá, los héroes proletarios del salitre, los mismos que fundaron en 1902, en Tocopilla, la Mancomunal Obrera siguiendo la huella trazada por Luis Emilio Recabarren, por donde caminó después Elías Lafferte.  Por eso le dolía a mi hermano Andrés la epopeya de su Norte Grande, salpicada con la sangre de sus muchos mártires, en las matanzas que hubo en Iquique, en la Escuela Santa María y en la salitrera San Gregorio y en otros sitios, sin evitarle al pueblo sus quimeras ni el engaño electoral de las promesas.  Por eso mi hermano Andrés se hizo comunista como yo mismo también lo fui.  Abandoné después el comunismo llevado por el desaliento que obligó al argentino Ernesto Sábato a una postura similar, sin que esta ruptura política dañase en lo más mínimo la honda fraternidad que siempre nos hizo hermanos a Sabella y a mí, sin necesidad de vernos.
En enero de este año sentí de nuevo el sortilegio de esta viva hermandad cuando acudí a Antofagasta junto a mi mujer quillotana.  Entonces visitamos al hermano Andrés y él me regaló su colección de 12 dibujos, línea y color, editada en 1988 por la Galería de Arte Signo, y habló otra vez en su dedicatoria de la noche, el vino y poesía.  Es lo que me enorgullece.  Me autorizo entonces para precisar que Andrés Sabella, un hombre de cuatro rumbos como él se definiría, fue y es, un magnífico poeta y el más excelente de los periodistas, pese a que nuestra mediocracia le negó el Premio Nacional que merecía en cualquiera de estas dos facetas.

Mi hermano Andrés era un nigromante.  Pero ahora el mago se ha ido con la muerte y no vendrá después.