Retrato de Andrés Sabella
enero de 1943, del fotógrafo Tito Vásquez
(imagen: www.patrimoniodechile.cl )
En noviembre de 1985 la revista de nuestro círculo
literario publicó una evocación del poeta, periodista y dibujante antofagastino
Andrés Sabella (1912-1989) y en la
primavera de 1989, un artículo del Premio Nacional de Periodismo Raúl Morales Álvarez (1912 - Quillota, 1994).
Mi
Quillota
Por Andrés Sabella
Antofagasta
Si me preguntaran qué es para mí la ciudad de
Quillota, replicaría, en ternura:
Un rostro de muchacha.
Para mí, Quillota es el rostro de una muchacha
llamada Raquel, a quien conocí en el hotel del señor Govinden que se encontraba
frente a la Estación
de Ferrocarriles, como si deseara que el cántico de los trenes recordara a los
pasajeros las horas inevitables del adiós.
Era la primavera de 1926. Albeaban mis 14 años y
vivía, entonces, unas largas vacaciones junto a mi padre, quien necesitaba
reposo y paz. Los médicos de Antofagasta
le recomendaron Quillota. Allá viajamos.
Vivía en esta ciudad un señor Sapiaín, hombre de juzgados
y papel sellado quien, a falta de título profesional, actuaban con entera
conciencia profesional, ganando los pleitos más increíbles de ganar. El señor Sapiaín se convirtió en el bastón
cordial de mi padre: ¿A dónde no nos condujo, mostrándonos el paisaje y su
generoso corazón? Quillota es, también, un poco, o un mucho, la amistad bien
ganada y mejor servida del señor Sapiaín.
En Quillota, entonces, cantaba un pajarito encima
del estadio: era chincolito Mayo, el hábil futbolista que llegó a ser de las
figuras capitales del balompié nacional.
En el estadio quillotano, le vi jugar y confieso, ahora, que, realmente,
este Chincolito cantaba, con gracia, los goles decisivos del “San Luis”.
También, en el estadio de la ciudad admiré a los
músculos del luchador árabe Abdul Ruhman, quien vivía en el hotel de
Govinden. Era un amasijo de
energías. No fumaba ni bebía: los mozos
para molestarlo no dejaban de ofrecerle a las horas de comida:
¿Un vinito, don Abdul?
Ruhman reaccionaba, de manera insólita y frecuente:
se ponía en pie y, tomando al mozo, lo alzaba en vilo, amenazando con lanzarlo
lejos. Todos reíamos. Abdul hablaba muy
poco el castellano. “Naturalmente”, los
mozos se encargaban de enseñarle cuanto “garabato” se les venía a la lengua;
“garabatos” que Abdul repetía, sonriendo, infantilmente, en medio del sonrojo
de las damas que lo escuchaban.
Raquel era suave, dulce y hermosa de toda
ponderación. Residía en el hotel y, cada
mañana, me invitaba a charlar en el jardín.
Hablábamos, ¿de qué…? Yo temblaba delante de ella. Lo terrible fue aquella mañana que me pidió
pillar una gallina para el almuerzo. Mi
torpeza fue tan grande, que me graduaron de inútil para las tareas del hogar.
Una noche yendo en coche a Charravata, al
matrimonio de uno de los mozos, me atreví a tomar una mano de Raquel. Ella
respondió a mis presiones. Nos miramos.
¿A qué las palabras? De aquel instante, Quillota es para mí la tibia mano de
Raquel en mi diestra, que aprendió a trazar la “R” de su nombre, como la
primera letra de revelación.
Concentración de trabajadores adheridos a la FOCH (Federación Obrera de Chile)
1º de mayo del año 1914
(imagen del Facebook: Imágenes Antiguas Antofagasta)
Mi
hermano Andrés Sabella
Por Raúl Morales Álvarez
Éste era mi hermano Andrés Sabella “hermano en
noche, vino y poesía”, como él mismo lo
escribió en todos los libros de su autoría que me dedicó, estableciendo un
vínculo más poderoso que el de la sangre.
El hecho de nacer de una misma madre, ciertamente, es sólo un azar, un
riesgo no consultado con el contrato humano, algo que no nos hace realmente
hermanos y a veces nos separa de laya cruel y definitiva. Era muy distinta, en cambio, la verdadera
fraternidad que me unía con Andrés Sabella, crecida con “noche, vino y poesía”
durante 60 años que no salen pocos en ninguna cuenta. Iniciamos en 1929 una
andanza de rumbos diferentes, pero siempre “haciendo camino al andar”, cuando
mi hermano Andrés llegó de Santiago desde su Antofagasta, a la par que yo,
recién escapado de la
Escuela Naval , ingresaba a este oficio del diarismo que
todavía no me suelta. Vivamos entonces
ceñidos a un plural alboroto que nos hacía turumba el corazón, el gesto y las
palabras, volcándonos por entero, de frente y de perfil, en la alegre y sana
bohemia de otro tiempo, el nervioso tumulto de gran temperatura que nos
aguardaba en el “Hércules” de la calle Bandera, en el “Cola-e-Moro” inimitable
de la Juana Flores ,
en San Diego, junto a la
Plaza Almagro , o donde la Ñata Inés, de la calle Eyzaguirre,
que lucía el apellido Irarrázaval, afirmando que era de las buenas, pese a su
oficio incandescente. Por allí y por
acá, por todas partes, iban y venían el Cadáver Valdivia, Pablo Neruda, Tomás
Lago, Juvencio Valle, Diego Muñoz, Luis Enrique Délano, Manuel Gandarillas,
Julio Ortiz de Zárate, Raschin Bustamante, Isaías Cabezón, Israel Roa, Samuel
Román, Juvenal Rubio, Orlando Oyarzún, Pablo de Rokha, Alberto Rojas Jiménez y
tantos otros. En la riada, de vaivén en vaivén, también íbamos nosotros, mi
hermano y yo, apenas mayor que Andrés.
Éramos tan distintos en las apariencias del genio y
la figura - Andrés de baja estatura,
mofletudo y casi obeso, y yo esbelto y alto, dado a bulla y el escándalo –, que
teníamos forzosamente que coincidir como hermanos en un mismo ideal, la Maya – Ilusión de un mundo
mejor, una residencia más excelente para la familia humana, con una verdad más
pura y una vida más digna, sin discriminación de réprobos y elegidos. Era la justicia Social que ya habían
reclamado en 1890, en Tarapacá, los héroes proletarios del salitre, los mismos
que fundaron en 1902, en Tocopilla, la Mancomunal Obrera
siguiendo la huella trazada por Luis Emilio Recabarren, por donde caminó
después Elías Lafferte. Por eso le dolía
a mi hermano Andrés la epopeya de su Norte Grande, salpicada con la sangre de
sus muchos mártires, en las matanzas que hubo en Iquique, en la Escuela Santa María
y en la salitrera San Gregorio y en otros sitios, sin evitarle al pueblo sus
quimeras ni el engaño electoral de las promesas. Por eso mi hermano Andrés se hizo comunista
como yo mismo también lo fui. Abandoné
después el comunismo llevado por el desaliento que obligó al argentino Ernesto
Sábato a una postura similar, sin que esta ruptura política dañase en lo más
mínimo la honda fraternidad que siempre nos hizo hermanos a Sabella y a mí, sin
necesidad de vernos.
En enero de este año sentí de nuevo el sortilegio
de esta viva hermandad cuando acudí a Antofagasta junto a mi mujer
quillotana. Entonces visitamos al
hermano Andrés y él me regaló su colección de 12 dibujos, línea y color,
editada en 1988 por la Galería
de Arte Signo, y habló otra vez en su dedicatoria de la noche, el vino y
poesía. Es lo que me enorgullece. Me autorizo entonces para precisar que Andrés
Sabella, un hombre de cuatro rumbos como él se definiría, fue y es, un
magnífico poeta y el más excelente de los periodistas, pese a que nuestra
mediocracia le negó el Premio Nacional que merecía en cualquiera de estas dos
facetas.
Mi hermano Andrés era un nigromante. Pero ahora el mago se ha ido con la muerte y
no vendrá después.